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Livin’ on a prayer
 

Tommy used to work on the docks

Union's been on strike

He's down on his luck

It's tough, so tough…

 

Gina works the diner all day

Working for her man

She brings home her pay

For love, for love…

 

El vinilo giraba y giraba mientras el tocadiscos rezaba la canción. El gigantesco póster de papel de Jon Bon Jovi, cantante de Bon Jovi, brillaba con luz propia en la pared de la habitación, justo encima del aparato. A su lado aparecía también, en papel, el rostro de una cantante con el pelo cardado y claro, una chaqueta vaquera con tachuelas y un micro en la mano, en cuya esquina ponía: «Janet Gardner (1989, Vixen)», junto a un centenar de pósteres, además de un calendario del año 2052, de un movimiento totalmente olvidado y extinguido llamado heavy metal.

Janet había regresado a Zaragoza (España) la noche anterior después de haber hecho un viaje con sus padres a Suecia para ver un minúsculo concierto de rock. Allí se había juntado con Roxy, la única amiga heavy de su edad que tenía y que era de Madrid.

Hacía muchos años que para poder asistir a un concierto de hard rock o de heavy metal, normalmente, había que ir muy lejos: a una mini sala cuyo aforo apenas llegaba a las veinte personas, y en ocasiones no podían entrar por ser menores de edad.

Había pasado demasiado tiempo, pero las preguntas que rondaban en la cabeza de Janet siempre eran las mismas: ¿por qué razón nadie luchó en su día para que los menores pudieran entrar en salas de conciertos? ¿Qué ley absurda había para que tuvieran que esperar a ser mayores de edad? Ahora era demasiado tarde: la ley parecía estar implantada con cemento y nadie la podía abolir.

Y, con ello, muchísimas normas y malas costumbres impuestas en una injusta sociedad que nada tenía que ver con la de «los ochenta», su época más añorada en todos los sentidos, no sólo por la música, cuando todo era más sencillo y la tecnología no los rodeaba por todas partes.

Aquel extraño movimiento del rock no existía en el año 2052. Muchos lo desconocían, otros lo ignoraban e incluso había gente que lo utilizaba para reírse de forma ignorante por sus atuendos y su música ruidosa.

Por si parecía poco, básicamente, estaba prohibido, al igual que otros movimientos similares como el punk y sus vertientes. El terrorismo internacional, la libre circulación de armas y el constante miedo en los medios de comunicación y el rechazo al diferente, consiguieron su objetivo. Y es que cualquier tipo de manifiesto, de reivindicación o rebeldía era considerado delito para evitar revueltas, por lo que toda camiseta negra de rock, pelos largos, chaquetas de cuero, pantalones vaqueros rotos, calaveras, tachuelas, cadenas…, en 2052 estaba relacionado con el odio y la violencia llevado totalmente al extremo. En la calle, las pocas personas que se atrevían a acordarse del movimiento pensaban que el término se había extinguido varias décadas atrás, pero no era así. Al menos, no como la sociedad creía.

En menos de una semana, Janet iba a viajar a la capital para ver a Roxy. Conocidos de su amiga madrileña iban a dar un concierto de versiones en una pequeña y privada casa de campo en las afueras de Madrid durante la tarde. Si intentaban tocar en una discoteca que también tuviera licencia como sala de conciertos, la mitad se habría quedado fuera por ser menor, y si ya de por sí el público era escaso en un concierto cualquiera, no saldría rentable y no podría hacerse. Además, muchos dueños de salas no se atrevían a dar conciertos de rock con la excusa de «por si aparece la policía». Por supuesto, habría de hacerse por la tarde, ya que, salvo contadas excepciones, el toque de queda nocturno obligaba a la gente a permanecer en sus casas y a no salir a la calle bajo ningún concepto.

Eran las seis de la tarde y Janet había quedado con Roxy justo a esa hora para hablar por Skype. El programa había sustituido al teléfono fijo tradicional que apenas se usaba en los hogares.

–¡Janet, te tengo que contar una cosa! –exclamó Roxy nada más conectar con su amiga.

–Estoy acostumbrada a que me sorprendas, pero bueno –rio.

–En serio, esta vez te va a sorprender. ¡Viene mi tío abuelo de Nueva York!

–¿En serio? ¡Por fin! –contestó Janet.

El tío abuelo de Roxy había sido guitarrista de rock, ya jubilado de la vida laboral y retirado de la música. Y aunque nació en la época que ellas conocían como «los ochenta», colaboró con muchísimos artistas grandes cuando fue músico y logró ver a todos los grupos que ahora eran una leyenda: Iron Maiden, Motörhead, Judas Priest, AC/DC, Barón Rojo, Rolling Stone, Gary Moore...

Roxy le había hablado a Janet un centenar de veces de éste; de mil anécdotas de conciertos y músicos que conoció y colaboró. También de cómo eran las cosas cuando el heavy aún vivía en la sociedad y cómo todo cayó de repente y no hubo grupos ni festivales al quedar las bandas nuevas en el olvido. Para colmo, la represión de aquellos años crecía cada vez más y más, y poco después llegó una estúpida ley que prohibía todo lo relacionado con el movimiento, en una caducada democracia desde hacía muchos años atrás.

Janet, durante aquella noche, comenzó a prepararse las cosas para el viaje a Madrid. Aún faltaban cuatro días para que fuera viernes pero no podía esperar: cogió varios cedés y vinilos nuevos, de los pocos que se habían reeditado en la clandestinidad de su época (ya que el formato físico había desaparecido), y otros cuantos que había heredado de su padre y que aún conservaban en una enorme estantería establecida por orden alfabético. Twisted Sister, Black Sabbath, Kiss, Guns n’ Roses, Poison, Iron Maiden, Dio, Quiet Riot, Europe, Whitesnake o Def Leppard eran muchos de los cientos de grupos que se podían ver en las carátulas de aquellos discos de hard rock y heavy metal. Tras guardarse varios, no quería irse a la cama sin antes ponerse alguno de sus favoritos.

Después de la cena, se dio cuenta de que hacía mucho tiempo de que no escuchaba uno con el que nació bajo el brazo: el primero de Vixen. Su padre era fanático del grupo, al igual que Carlos, el padre de Roxy. ¡De ahí que se llamaran de tal manera las dos amigas! Y es que Janet Gardner y Roxy Petrucci fueron las componentes originales del grupo de hard rock a finales de los ochenta y principios de los noventa. Janet Gardner fue la cantante y Roxy Petrucci la batería de Vixen, ya que el cuarteto estaba formado por cuatro féminas que lucharon durante casi toda la década para hacerse un hueco en la industria y, desgraciadamente, fueron rechazadas durante años, precisamente, por ser mujeres.

Era, pues, muy habitual y obvio que Janet escuchara Vixen, se sintiera identificada con sus letras y le apasionara su música desde que era bien pequeña, y todo gracias a su padre. No parecía que hubieran pasado casi setenta años desde que se publicó aquel vinilo que acababa de coger. No estaba reeditado en el presente; era el original del año 1988. Su padre lo compró de segunda mano cuando era chaval y, desde entonces, lo intentaban conservar lo mejor que podían. Janet siempre cuestionó lo que hubiera pasado si el rock, con todas sus vertientes, hubiera tenido el apoyo que realmente se merecía, tanto a la hora de renovar bandas como a la hora de protestar por unos mínimos derechos y justicia en la sociedad. Las cosas podrían haber cambiado, porque entonces, quizá, podría conseguir ese disco original aunque fuera reeditado y tampoco tendría que irse hasta tan lejos para ver un solo concierto de rock duro.

Lo que también añoraba era la época de los grandes festivales, donde muchísimos heavies de todas las partes de España se juntaban para ver a multitud de grupos. En 2052 eso era inimaginable en muchas partes del mundo. En realidad, no echaba de menos a los grupos clásicos, que también, sino al hecho de que hubiera grupos sin más, aunque fueran nuevos; una renovación para que todo volviera a surgir. Lo pasado, pasado estaba y no se podía hacer nada. Su abuelo no fue heavy de joven pero tuvo algunos amigos que sí, y le pudo contar cómo al retirarse muchos de los clásicos, el heavy metal desapareció al no apoyar nadie, durante las giras de despedida de los más grandes, a los que empezaban y lo daban todo por salir adelante.

Aun siendo una chica muy conformista y razonable, su forma de pensar le hacía dar lo que fuera por volver a la mejor época de la música: los años ochenta del siglo veinte.

***

Llegó el día siguiente y Janet se levantó pronto para ponerse a estudiar.

Al mirarse en el espejo, pudo verse reflejada: llevaba el pelo rubio, la piel y ojos claros y su delgado cuerpo hacían recordar a la mismísima Janet Gardner de Vixen en los años ochenta.

Al lado de un montón de vinilos y cedés que yacían en la cama, y de espaldas a un póster de Sangre Azul, entre otros, y del mencionado calendario de 2052, Janet reemplazó su pijama por unas mallas negras y brillantes, un cinturón con pequeñas cadenas que caían formando semicírculos, y por un chaleco de cuero encima de una camiseta roja sin mangas.

Estaba orgullosa de tener personalidad; de pertenecer a un movimiento con el que realmente se sintiera identificada y estaba eternamente agradecida a su padre por habérselo enseñado. Nadie, absolutamente nadie que había conocido de su edad sabía qué era eso del heavy metal, excepto Roxy.

Era verano y aún no había instituto, pero le habían quedado tres asignaturas para septiembre y tenía que recuperarlas. En su barrio y en su clase, muchas veces, la tomaban por un bicho raro. Todos llevaban una moda, pero por alguna extraña razón, cuando pasaba una temporada, había cambiado radicalmente. La muchacha, desde siempre, pensaba y sentía que el rock no era una simple moda, sino un modo de vida que no moriría mientras hubiera gente que lo escuchara y no lo hubiera olvidado, como era su caso.

Aquella tarde, Janet se acercó a una tienda que habituaba ir, donde aún vendían algunos discos remasterizados y, de vez en cuando traían, con alevosía, algo de rock. Cuál fue su sorpresa al preguntarle al dependiente, un amigo de su padre de toda la vida, por el Dr. Feelgood de Mötley Crüe que tantísimo tiempo llevaba esperando. Era una reedición del vinilo original, traído de Estados Unidos. El dependiente esperó a que la tienda se vaciara para llevarla a un pequeño almacén y enseñárselo en un rincón, de una forma similar a como antiguamente se trapicheaba con droga, pero vivían tiempos locos en los que no quedaba otro remedio.

–¡Es increíble! –alucinó Janet mientras sujetaba y observaba la carpeta en alto.

–Menuda joya, ¿eh? Había fanáticos de Mötley Crüe que se lo tatuaban –le contestó, señalando la portada. En el cartón aparecía una serpiente abrazada a una espada con alas y una calavera en la parte superior.

Después de hacerle una oferta por ser la clienta estrella, además de la hija de un amigo suyo, Janet fue a casa y lo puso en el tocadiscos.

Al escucharlo en vinilo, todo cambiaba; no era lo mismo que oírlo en CD, que ya tenía. Era como escucharlo en su versión original tal y como se hacía en los ochenta; directamente del plástico y no en digital como se haría posteriormente, que perdía todo su encanto aunque la calidad del sonido fuera mejor. Y, por supuesto, aquella portada que parecía todo un cuadro al poder observar sus detalles y colores. Lástima que la discográfica que reeditó el disco no añadió letras ni fotos en el interior; sólo el papel blanco donde estaba guardado el disco de vinilo.

La cara A terminó de sonar cuando Janet estaba tumbada en la cama, disfrutando de la música, como si fuera todo un ritual en el que sentía y gozaba cada acorde.

Se había hecho ya de noche y, por la poca luz que entraba desde la calle, podía ver el póster de Ronnie James Dio que tenía en la pared de enfrente. Se fijó en su ropa por un instante. Janet amaba desde los pantalones de pitillo, las mallas de colores, las chaquetas de cuero, hasta las botas camperas. Más de la mitad de su armario era así, aunque aquella indumentaria ya ni siquiera se fabricaba. Alguna la tuvo que conseguir de segunda mano, aunque otra, por suerte, aún la vendían en el extranjero, pero le costaba una barbaridad adquirir una simple pulsera de pinchos o un chaleco vaquero. La otra mitad era ropa para ir a clase, aunque también, en más de una ocasión, se atrevía a vestir bastante rockera y fueran los días que más destacaba por encima de la multitud.

Se podría decir que había nacido en la época equivocada; no pertenecía a la mitad del siglo veintiuno y sentía tanta pasión por el hard rock que daría lo que fuera por volver atrás en el tiempo.

Estaba a punto de quedarse dormida cuando su padre, Mario, que acababa de preparar la cena, la llamó. Era otro rockero de pelo moreno y largo pero que lo disimulaba siempre en el trabajo con una coleta engominada hacia atrás, oculta en la espalda por dentro del traje, y vistiendo lo más arreglado posible. Arriesgaba también de que cualquier día la policía lo parara y lo detuviera por su melena; por su rebelde e ilegal imagen que no estaba permitida. Sin embargo, era científico y había trabajado en diversos sectores de la empresa. Sus conocimientos y profesionalidad superaban a cualquiera que se le hubiera puesto por delante.

Aunque había tocado muchas ramas de la ciencia, su especialidad era la astronomía y la química. Tenía su propio laboratorio y despacho en la sede de la internacional Quimestry, en el centro de Zaragoza. Su gran intelectualidad en el mundo de la ciencia hizo que las empresas le dejaran trabajar aun con su melena larga que muchos no podían ver.

Era habitual que tuviera que irse fuera varios meses por trabajo, e incluso en una ocasión, siendo Janet pequeña, había estado dos años fuera, viéndose sólo en Navidad y dos semanas en verano.

–¿Qué tal llevas los exámenes, Janet? Espero que mejor –preguntó éste en mitad de la cena.

–Bien, Mario, bien –declaró sin levantar la cabeza, con severidad y cansancio.

–¡Mira que te ha dado por lo de Mario! ¿A qué esperas para llamarme papá de una vez, como sería lo normal? –sonrió.

Janet no levantaba la cabeza y parecía que no escuchaba.

–Te veo cansada. No termines de cenar si no quieres. Vete a la cama que mañana tendrás que rendir bien.

Su mujer, que estaba sentada a su lado, intentó regañar a Janet, pero Mario logró frenarla con un breve gesto para no volver a lo mismo de siempre.

–Tú sabrás la hija que estás creando –murmuró ella, bordemente, mientras Janet salía.

La madre de Janet, Flor, por el contrario, era panadera. Trabajaba a escasos cinco minutos desde su casa y siempre traía el pan y bollería industrial. Raro era que su única hija estuviera tan delgada. Y paradójicamente, Flor era diabética desde poco después de nacer Janet. Aun así, la joven no la apreciaba como debería.

Janet quería una barbaridad a su padre, quizá por lo unidos que siempre habían estado y por toda la música que había aprendido gracias a él.

Con Flor nunca fue lo mismo: no se solían llevar bien, normalmente discutían y Janet apenas tenía recuerdos agradables, e incluso le daba la sensación de que su madre no sabía respetarla por cómo era. Sonaba extraño decir que Flor se hubiera casado con Mario, amante del heavy metal y con melena larga, y ésta repudiara todo lo referente a dicho movimiento.

Poco después, Janet se hallaba acostada de nuevo, observando el póster de Dio y con la mítica Heaven and hell en su cabeza, como si estuviera en un concierto de Black Sabbath.

Pensando, como cada noche, en la época dorada de su forma de vivir, se durmió…

***

Janet se despertó al día siguiente. Tenía la cabeza cargada y sentía una extraña sensación en el ambiente. Se había quedado dormida y se había levantado más tarde de lo habitual para ponerse a estudiar en aquellos días de verano. El despertador le habría vuelto a fallar, pensó.

Se vistió y miró a su alrededor, cansada, ojerosa y adormilada, pero su ordenador no estaba. La mesa de madera estaba vacía, pero era normal porque hacía tiempo que el portátil no funcionaba bien y Mario lo habría llevado a arreglar aquella mañana sin despertarla. Sólo deseaba que esta vez le instalara el Windows 21 y no el 22 (que era nuevo y a nadie le gustaba).

Volvió a vestirse de forma muy parecida al día anterior.

Sin fijarse mucho, se dirigió a la cocina, cuya puerta estaba pegada a la de su habitación. Antes de atravesar el umbral, dudó, mirando al suelo. No tenía nada de hambre, además no tenía ordenador, por lo que volvió a su habitación a poner algún vinilo.

Cogió uno de los que mejor conservados había tenido Mario: el mítico Walls of Jericho de Helloween. Janet se quedó mirando la portada. Pocas veces se había fijado en los detalles que podía distinguir gracias al formato físico.

El cartón del vinilo estaba plastificado; sin abrir. Al parecer, tenía un significado especial para Mario y lo guardaba como oro en paño, sin entender la joven por qué.

Janet estuvo a punto de poner algo de música cuando pensó de nuevo en desayunar algo, pero seguía sin apetito.

Así pues, se quedó dudando un instante hasta que decidió bajar a la tienda de electrónica donde vendían discos, para ver si José había recibido alguno más de un día para otro por muy raro que fuera.

Sin prestar mucha atención a su entorno, salió de su casa, todavía con esa extraña sensación en el ambiente.

Al partir, miró la puerta y se dio cuenta de que era de madera, de las que se llevaban décadas atrás y salían en las películas. No entendía qué habría pasado. Cuando era pequeña, en su casa tenían una pero la cambiaron por otra de acero, como era normal poseer en todo hogar corriente y moderno.

Sin darle más importancia, siguió marchando hasta llegar al ascensor. Bajó en él aunque sólo fuera un piso, mientras miraba al suelo y pensaba en el pedazo de viaje que se iba a pegar en un par de días con Roxy y le entraban los nervios de pensar en el concierto de versiones que iba a ver en la casa de campo.

Al salir del ascensor, se dio cuenta de que había tardado más de lo normal; además notó una ligera vibración en él que nunca se había percatado.

¿Estaba paranoica o realmente el mundo estaba raro?

Había dormido demasiado, aún no había abierto del todo los ojos, estaba ojerosa y tenía la cabeza cargada. Era la única razón posible.

En el exterior, al girar a la derecha para llegar a la tienda de electrónica, pasó, como era habitual, por la puerta de la tienda de ropa de moda que siempre había repudiado. Ahí compraban las modernas de su clase toda la indumentaria que se ponían para ir al instituto y para los fines de semana que salían y no había toque de queda.

Cuál fue su sorpresa al mirar de reojo el escaparate: toda la ropa estaba cambiada. Los maniquies eran diferentes y ahora llevaban una chaqueta vaquera ajustada, y lo mejor: ¡unos pantalones de pitillo elásticos! ¡Hasta las maniquies llevaban el pelo cardado! Y a sus pies, unos pequeños botines con tachuelas. Janet pegó la cara y las manos al cristal con los ojos como platos.

Estaba alucinando. Toda la ropa parecía estar sacada de aquellos videoclips prohibidos que veía en su ordenador. ¡De repente, toda la ropa era ochentera!

Por dentro, la tienda estaba oscura y no alcanzaba a ver lo que había en su interior, pero aparentemente había cambiado. Al mirar hacia arriba, vio que el cartel también había sido modificado. Ahora, con una letra mucho más casera, ponía «Ropa y complementos» en vez del anterior nombre con luminosidad y efecto 3D.

¿Por qué de ese cambio tan radical?

Quizás habría cambiado de dueño la tienda, aunque también era posible que, por su tozudez de no saber ni por dónde andaba en más de una ocasión, hasta entonces ni se había fijado en que había cambiado, ¡y de esa manera!

Desde luego aquello le había alegrado el día totalmente, y cuando se lo contara a Roxy iba a alucinar. ¡Una tienda con ropa ochentera debajo de su casa! Eso sólo se veía en algún negocio minúsculo de Londres o Nueva York.

Con una ligera sonrisa, quitó la mirada del único escaparate y entró dentro.

El cambio había sido supremo: había aparecido un muro pintado en mitad de la tienda y ahora era una cuarta parte de lo grande que era antes. E incluso así, estaba vacía de gente, algo raro teniendo en cuenta que siempre la veía llena.

Lo bueno era que habían cambiado prácticamente todo y no había nada que le pudiera gustar a sus compañeras de clase.

Se acercó a la ropa y sonrió sin disimularlo, y es que había chaquetas vaqueras con tachuelas, todos los pantalones eran de pitillo, había camisetas de cebra y leopardo, e incluso una preciosa chaqueta de cuero roja al lado de varios anoraks de colores que le importaban menos.

Janet sonreía con la mandíbula caída y los ojos bien abiertos.

Se dio la vuelta hacia donde se encontraba el mostrador y una dependienta con el pelo largo y liso le sonrió.

La joven alucinó:

–Menudo cambio, ¿no?

–Veo que te gusta mucho la ropa –contestó ella.

–Sí, nunca me imaginé que se abriera una así, ¡y menos al lado de mi casa!

La dependienta sólo supo mostar una ligera sonrisa por no saber qué exponer, mientras Janet se despidió, alegre y entusiasmada, y dejó la tienda. La empleada borró su sonrisa y dibujó una pequeña mueca amarga mientras levantaba una ceja, sin comprender qué tenía de extraño una tienda corriente en un barrio vulgar.

Fue tal la emoción, que Janet no se dio cuenta de un par de coches que hacían un ruido fuera de lo habitual y se movían a trompicones, al contrario de como solían pasar por su calle a diario.

Inconscientemente, se percató de que la acera era más estrecha de lo normal y el suelo era de otro color más oscuro, pero no le importó porque era la muchacha más feliz que podía existir después de ver la tienda que acababan de abrir en su misma acera.

Siguió caminando con la vista en el suelo hasta girar una esquina y llegar a la tienda de discos.

Sin embargo, al llegar al escaparate, ¡no lo podía creer! Tras el cristal ya no aparecían impresoras, televisores, ordenadores y algún disco. ¡Todo eran vinilos!

Pegó la cabeza al cristal y pensó que se podía tratar de una broma del dueño de la tienda al leer en grande, con la letra de Iron Maiden en un cartón blanco:

 

IRON MAIDEN, “KILLERS” (ASESINOS)

NUEVO LP DE LA BANDA BRITÁNICA DE ROCK

 

¿Existía el día internacional del heavy metal? De ser así, era posible que aquel día fuera, porque hasta Navidad no llegaba el tradicional día de los inocentes y aún hacía demasiado calor.

Era también poco lógico que pusieran lo que significaba Killers entre paréntesis con el nivel básico de inglés que tenía la sociedad en 2052.

Había vinilos de muchas clases. También de Michael Jackson, Mocedades, Mecano, Cyndi Lauper o Radio Futura, que eran grupos de pop de Estados Unidos y de España, de principios de los ochenta. Junto a ellos, nada más y nada menos que Too fast for love de Mötley Crue, Larga vida al Rock and Roll de Barón Rojo, For those about to rock (con la portada negra de colores invertidos) de AC/DC, Point to entry de Judas Priest, entre otros, lucían en una sección que ponía «Novedades». Debajo de estos, Highway to hell y Back in black de AC/DC, Dynasty de Kiss, un extraño recopilatorio de Jimi Hendrix, IV de Led Zeppelin, Made in Japan de Deep Purple…

Aún sin creerse lo que veía, entró a la tienda: toda estaba bañada de vinilos. Paredes, estanterías, vitrinas… Y, al igual que la anterior tienda, parecía un lugar diferente.

Se acercó al chico que había tras el mostrador: un muchacho con una barba exagerada y abultada, y el pelo graso y largo. No había nadie más en la tienda.

–Perdona, ¿José no está? –preguntó por el amigo de Mario.

–¿Perdón? –respondió, frunciendo el entrecejo.

–José, el dueño de la tienda –insistió Janet.

El muchacho la miró de forma extraña, aun viendo su inocente rostro.

–Me parece que te equivocas. A ver si te has confundido de tienda porque aquí sólo trabajo yo.

–No lo entiendo. O sea, ¿que José ha traspasado la suya? –contestó Janet con mucha ingenuidad.

–Esta tienda la monté yo. No sé cuál habría antes, pero desde luego no hay ningún José –contestó el barbudo, empezando a asustarse.

Janet se despidió y salió de la tienda, pero cuando fue a llamar por teléfono a José, se dio cuenta que se había dejado su iPhone 18S en casa.

Dudando un poco de lo que hacer, de casualidad levantó la vista y descubrió que los edificios de su barrio ya no eran altos y sólidos de metal, como antes. Ahora eran de ladrillo anaranjado y cemento, y había algunos, incluso, que eran de planta baja. Los coches que pasaban eran muy antiguos y olían a contaminación, dejando un ruido que nunca antes había escuchado en ningún vehículo. Las calles y aceras eran más estrechas y de diferente color.

Miró hacia arriba, y lo único que seguía exactamente igual era el sol y el cielo azul.

Llevándose las manos a la cabeza y sin saber dónde estaba, entró de nuevo a la tienda de discos y se dirigió al dependiente:

–¿¡Qué coñ…!? ¿¡Qué ha pasado aquí!?

El muchacho se quedó blanco.

–Eeeeh…, perdona, voy a cerrar –manifestó, tomando una decisión.

–¡Pero en el horario pone que hasta las dos no cierran, mira! –exclamó Janet, señalándole el horario que aparecía en la puerta.

–Pues hoy voy a cerrar a la una. Márchate.

–¡Espera, espera! ¡Que lo digo en serio! ¿Dónde estamos?

El dependiente dudaba y miró a la chica de forma rara. El resto de la tienda estaba vacía, por lo que no era alguien que le estuviera entreteniendo para que otro le robara discos.

–¿Qué tramas, niña?

–¡Saber dónde estoy! O, en todo caso, ¡en qué año estoy!

El joven siguió mirando el espectáculo que estaba montando Janet.

–No saber en qué año ni en que sitio está uno, es preocupante –continuó sin perder la seriedad.

–¡Es que eso mismo es lo que quiero saber! ¡Es preocupante, pero el problema es que no lo sé!

–Bueno, mil novecientos…

–¿¡QUÉ!? –gritó Janet, abriendo bien los ojos y la boca.

–…ochenta y uno –terminó de contestar, temerosamente.

Janet se quedó paralizada, pero con la duda de saber si le estaba tomando el pelo o no. Era muy ingenua y enseguida se creía cualquier cosa, pero aquello era evidente que no era una broma del dependiente al contestarle con tanta seriedad.

–Ah, y estamos en Zaragoza, España –concluyó él sin quitarle ojo.

Se quedó todo en silencio. Sólo se oyó el ruido de una ensordecedora moto de marchas que pasaba a poca velocidad y que dejaba un pequeño rastro de humo por la calle.

–Niña, ¿recuerdas si tienes algún trastorno? ¿Tienes amnesia? ¿Paranoia?... –preguntó el dependiente.

–N-no… No, qué va –dijo Janet, tras cambiar su cara de inocencia por otra de horror.

Metió la mano en el bolsillo interior del chaleco y sacó su cartera. Al buscar el DNI, encontró otro diferente que aparentemente era un simple papel plastificado. En él aparecía su mismo nombre, dirección, foto y fecha de nacimiento (17 de marzo), pero ponía que había nacido en 1965 en vez de en 2036.

–Y estamos en… eh… ¿no estamos en 2052? –preguntó la fémina sin bajar el documento de identidad.

–Anda, ¿quieres que llame a tu casa? Dame tu teléfono que llame a tus padres. ¿Vives muy lejos?

Janet quiso decirle que no le pasaba nada, que no vivía lejos y que sabía cuidar de sí misma.

Pero si realmente era un trastorno, era la primera vez que le ocurría.

¡Pero no le pasaba nada! ¡Todo era real!

Se hizo el silencio nuevamente.

–Me tengo que ir –concluyó Janet.

Ya con la cartera en su chaleco, salió corriendo de la tienda y se tropezó con el escalón que daba a la acera y cayó al suelo de boca, dándose un buen batacazo. Al tocarlo, Janet se despertó en su cama en aquella postura y con cara de horror.

Creyó que, aunque muy real, había sido un mero sueño.

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