
2
Come out and play
Janet había tenido sueños enormemente extraños algunas veces. En aquella ocasión, había sido el más raro de todos.
Miró a su mesa y su ordenador estaba en su sitio. Fue a por su cartera, agarró el DNI, y, ahora sí, era una tarjeta digital con su verdadera fecha de nacimiento: 17 de marzo de 2036, en vez de aquel extraño papel plastificado que decía que había nacido en 1965.
Su sueño había sido tan real que se había sentido totalmente despierta y consciente en él. Era la primera vez que lo vivía tan intensamente. Era como si, en vez de ver las imágenes en su mente, su cuerpo hubiera sido transportado al lugar, ¡aunque aquello era imposible!
Por la tarde, Janet y Roxy hablaron por Skype y, por supuesto, la primera de las mencionadas se lo contó todo a su amiga.
–Hoy tengo que sorprenderte yo. Menudo sueño he tenido, había viajado a los ochenta.
–Pues no me sorprendes, porque yo lo he soñado muchísimas veces, tía –contestó Roxy, riéndose.
–Bueno, yo alguna vez también. Pero éste ha sido diferente… Ha sido súper real –contaba Janet, emocionada, mientras su amiga escuchaba–. A ver, que normalmente suelo acordarme de escenas sueltas o tiendo a tener una imagen fija de lo que he soñado. Pero me acuerdo de cada uno de los detalles: cómo me levantaba de la cama, bajaba en el ascensor, andaba por la calle… No sé. Aparte, todo lo tocaba y sentía... Creo que demasiado me he emocionado como para creer que me había despertado en los ochenta.
–¿Sí? ¡Pues yo también quiero soñar eso! –exclamó repentinamente, esta vez, la voz burlona de su padre, que había entrado en la habitación de Janet y se reía. Había estado detrás de la puerta y había escuchado parte de la conversación.
–¡Ay, Mario, vete! –regañó Janet, volviéndose y empujándole hacia fuera.
–Hola, Roxy –saludó éste, asomándose para que le viera por la webcam. Roxy le devolvió el saludo y, en ese momento, entró Flor también a la habitación.
–¡Buf! –resopló Janet, perdiendo la paciencia–. ¡Iros, joder, que estoy hablando con Roxy! –refunfuñó.
Mario no se lo tomó a mal (a diferencia de Flor), sino que rio y se despidió en aquel instante al saber ponerse en el lugar de su hija.
–¡Bueno, nos vamos! ¡Hasta luego, Roxy! Y cuídamela el sábado, ¿eh?
Mario y Flor, esta última con su cara habitual de malhumorada, salieron.
–Qué pesaos que son. A veces mi padre no me deja en paz –manifestó Janet tras cerrar la puerta.
–¡Tía! –carcajeó Roxy–. ¡No llames Mario a tu padre! ¡Llámale viejo, si hace falta, o papá! ¡Pero no Mario!
La conversación entre ambas duró poco más. Aún era de día a pesar de ser casi las nueve de la noche, ya que en verano oscurecía bastante tarde.
Un rato después, cuando Janet ya había dejado de hablar con Roxy, se asomó por la ventana de su habitación mientras escuchaba el primer elepé de Winger en CD.
Observó los coches eléctricos que dejaban un ligero ruido al pasar y sin ningún rastro de humo, por unas calles lisas de cementohielo (palabra admitida en la RAE de 2052), que así se le llamaba al cemento cien por cien llano y liso que se usaba en las carreteras. Detrás, un par de construcciones de acero y otras cuantas más pequeñas y antiguas.
Se acordó de la calle que aparecía en su sueño, con sus edificios mucho más pequeños, de ladrillo y adobe, y no parecía la misma vía.
Bajó la mirada y percibió la puerta de la tienda que en su sueño no dejaba de ser una tienda típica, pero de los años ochenta. Ahora había vuelto a aparecer el letrero fosforito y moderno, y estaba llena de chicas mayores que ella, comprando abusivamente ropa moderna.
Podía recordar perfectamente cómo era el letrero de su sueño y cómo era la tienda por dentro.
¡Lo que hubiera dado por conseguir aquella chaqueta de cuero rojo!
***
Pasaron los días y Janet, al viernes siguiente, se iba a Madrid. Era jueves por la tarde cuando estaba preparándose ropa para pasar los tres días restantes, hasta el lunes por la mañana que cogería el avión de vuelta a Zaragoza.
El viernes por la mañana, el padre de Janet llevó a su hija al aeropuerto en coche. No les había dado tiempo a desayunar, como ocurría cada vez que viajaba, y él tenía que ir a trabajar poco después.
Al dejar el vehículo, Janet bajó con una mochila, una bolsa de tela con varios cedés y vinilos, y Mario otra maleta de ruedas que iba arrastrando. En su otra mano, una pequeña bolsa de papel con algo de comida que le había preparado a su hija.
–¡Ay, Mario…, digo, papá! ¡Que sólo es media hora de viaje, hemos cogido un vuelo barato! –se quejaba Janet mientras caminaban por el aeropuerto abarrotado de gente.
–Bueno, pero por lo menos no te morirás de hambre –bromeó su padre entre risitas.
–¡Ni me voy a morir me lo tome o no!
–No has desayunado, Janet. Además, deberías comer algo. Ten, anda –dijo, serio, ofreciéndole coger la bolsa de papel. Janet la agarró, resoplando.
–Pero no tengo hambre –contestó con cabezonería.
–¡Bueno, pues para más tarde, Janet!
Después de dejar el equipaje, y teniendo consigo la bolsa con los vinilos y la otra con la comida, se despidió de su padre con un beso y subió al avión.
–Llámame cuando llegues, que quiero saber que llegas bien.
–Claro, Mario, si siempre lo hago –dijo Janet, mencionando su nombre a propósito para fastidiarle.
Al cabo de diez minutos, el avión despegó de una forma que nada tenía que ver como se hacía en los ochenta ni en años posteriores.
Janet dejó la comida a sus pies, cogió la bolsa con los discos y se puso a ver la portada y el libreto de algunos cedés.
El viaje duró media hora. En el Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas la esperaba Roxy con su madre, María, para llevarla a su casa, que estaba en el barrio de Chueca, muy cerca de la Gran Vía madrileña y en pleno centro de la capital.
Al aterrizar, los pasajeros comenzaron a levantarse para salir del enorme aparato volador. Janet se quedó de las últimas porque tuvo que ponerse a guardar discos que había estado viendo durante el viaje y que se habían quedado fuera.
Cuando se levantó para irse y comenzó a andar por los pasillos del avión, un hombre a sus espaldas la llamó.
–¡Chica! ¡Oye! –gritó entre la multitud.
Janet se volvió y vio que el varón levantaba una bolsa de papel que se había dejado, donde tenía la comida que le había preparado Mario. Tuvo que regresar para cogerla mientras el hombre avanzaba también hacia ella.
Durante aquellos segundos que tuvo que ir contracorriente, si no fuera por no dejar mal al señor que le ayudaba a recuperarla, habría dejado la comida de Mario allí.
Seguía sin hambre.
***
–¡…uf! ¡Y casi me dejo la comida en el avión, Mario! –le contaba Janet por el iPhone. Ya estaba en el coche con Roxy y María e iban de camino al centro de la ciudad.
–¿Entonces no has almorzado? –le preguntó Mario.
–¡No, si te he dicho que no tenía hambre!
–Bueno, bueno… Pues para más tarde.
Poco después, la conversación terminó y Janet concluyó en voz alta:
–Se preocupa demasiado por mí. No sé por qué me prepara algo de comer si sabe que siempre que vengo a Madrid, con los nervios, nunca desayuno ni como nada en toda la mañana.
–Todos nos preocupamos por nuestros hijos –rio la madre de Roxy mientras conducía.
–Ya, pero es que…, vamos… No lo entiendo. Si sabe que nunca como nada hasta llegar a Madrid y voy a vuestra casa que hay comida. No sé qué sentido tiene.
–Pues eso, que se preocupa. Yo hago lo mismo.
–Por cierto, Janet, ¿qué te ha preparado? –preguntó Roxy.
La chica abrió la bolsa y destapó algo cubierto con papel de aluminio y servilleta de papel. Un alargado bollo de crema y chocolate crujiente, aún caliente, y con un aroma exquisito, llenó de babas la boca de Roxy y Janet al instante. En otra ocasión, las muchachas se comieron uno que les había preparado Flor y a ambas le encantaban desde entonces, y siempre que podían le pedían que les hiciera otro.
–Pues ya me podía haber dicho lo que era. Menos mal que esta vez no me lo he comido en el avión porque, entonces, tú ni lo hubieras olido –comentó Janet con gracia, dirigiéndose a Roxy–. Pero bueno, mi madre ha acertado, porque supongo que lo habrá hecho ella. Mi padre no tiene ni idea de panadería, aunque haya sido el encargado de envolverlo y dármelo.
El diálogo sobre el bollo de crema y chocolate terminó ahí. Janet volvió a taparlo, aunque daban ganas de comérselo. Lo guardó en su mochila, con cuidado para que no se chafara, y en ese momento se acordó de algo de lo que se sobresaltó.
–¡Anda, se me había olvidado! –exclamó. Roxy pegó un pequeño salto y le preguntó qué pasaba.
Janet se agachó y cogió la bolsa que tenía a sus pies. Le enseñó el vinilo de Dr. Feelgood de Mötley Crüe. Roxy se quedó con la boca abierta.
–¡Lo has conseguido, tía! ¡Ya era hora!
Roxy, que también tenía el pelo cardado y liso, pero moreno, y estaba igual de delgada que Janet, cogió el vinilo y observó su portada.
–Es increíble… –susurró, alucinando, mientras sujetaba el cartón en alto–. ¿Viene algo más dentro?
–No, sólo viene la foto ésta de la contraportada –contestó Janet, dándole la vuelta. En ella se veía una foto en grande de los cuatro componentes, y abajo la lista de canciones.
–En llegar a mi casa lo ponemos –concluyó Roxy, y se lo devolvió.
Durante el resto del viaje siguieron viendo varios discos más que Janet se había llevado a Madrid y, cómo no, hablando de música sin parar.
La madre de Roxy era como la de Janet: no le gustaba esa música rara, según decía, pero sabía respetarla mucho más que Flor, como Janet podía comprobar cada vez que iba a la capital. Ni siquiera en la juventud de María fue un género que se tendiera a llevar, pero casándose con un heavy, al igual que Flor, tuvo que asimilarlo. Y el tener una hija que había salido igual que él, también.
Al cabo de un rato sentadas en el coche eléctrico, llegaron a casa de Roxy: un piso particular de ladrillo en el centro de Madrid, en una de las calles paralelas a la Gran Vía.
Durante aquel día y también durante parte de la noche, estuvieron encerradas en casa escuchando discos, viendo algún concierto y comentando los atuendos relacionados con la década que ambas amaban.
Al día siguiente iba a ser el concierto de versiones. Décadas atrás, habría sido un concierto tributo cualquiera, pero sólo el hecho de ver gente de su rollo en la multitud y tocando temas que les gustaban, significaba mucho para ellas en una época en que los conciertos de rock ya no existían.
Cuando llegó la tarde del sábado, ambas se vistieron y se prepararon para partir al evento. Iban a pasar toda la noche fuera y ni a los padres de Roxy ni a los de Janet les hacía gracia por ser tan jóvenes, pero lo importante era que iban con gente mayor que ellas y que sabrían cuidarlas bien.
Janet se puso sus habituales mallas negras, un cinturón de cadenas y una camiseta con el logo de Skid Row en letras rojas. Roxy, por el contrario, fue con unas mallas verdosas, un cinturón de cuero, una camiseta blanca sin mangas de White Lion y el pelo levantado con laca.
Cuando estaban colocándose las zapatillas J’hayber, manifestó Janet:
–No hay nada más heavy que unas deportivas –bromeó–. Lo que daría por conseguir unos botines con tachuelas como llevaban las Vixen en sus videoclips.
Fue en ese momento cuando se acordó de los que vendían en la tienda de su sueño. En los ochenta, en una tienda cualquiera los vendían. ¿Por qué había nacido en la época equivocada?
–Pues da gracias a que hemos logrado conseguir éstas de importación… –manifestó Roxy.
Tras terminar de vestirse, cada una se preparó su mochila con las cosas que se querían llevar al concierto.
Luego, bajaron a la calle hasta llegar a la Gran Vía, que no había cambiado casi nada en setenta años: sólo el asfalto, ahora de cementohielo y con un tráfico horrible, y los carteles publicitarios que eran grandes, luminosos y en tres dimensiones, pero la mayoría de los antiguos edificios continuaban allí, muy bien conservados. También permanecían las aglomeraciones de gente por las anchas aceras y el consumo desorbitado.
Las dos amigas pasaron al lado de la puerta de una famosa marca de ropa y un vagabundo entrado en años intervino:
–Por favor…, un euro para respirar… Solamente un euro…, es injusto…
–No llevo nada –explicó Janet, sintiendo pena.
–Yo tampoco –se encogió Roxy de hombros, sincerándose.
Continuaron su marcha y Janet miró su antebrazo, tocándose un sólido rectángulo que tenía dentro de la piel y donde algunas venas entraban.
–¿Hasta cuándo lo recargaste en el Centro de la Privatización del Oxígeno?
Roxy miró su antebrazo y encontró el mismo rectángulo.
–Hasta junio. ¿Y tú?
–Hasta diciembre –respondió Janet.
–¡Vamos, de momento tienes cuatro meses asegurados de vida! –rio Roxy.
–¡Es triste, pero sí! De momento tengo oxígeno hasta diciembre. Hay gente que consigue recargárselo uno e incluso dos años. Yo me parto siempre que veo a la presidenta del gobierno por la tele.
Roxy cambió el tono de voz e imitó a una mujer mandona y ultra conservadora:
–La privatización del oxígeno hará, en nuestra sociedad, un lugar más agradable para vivir, donde el progreso y la igualdad estarán en todos los hogares de los españoles.
–¡Uf! Y a principios de siglo su abuela ya fue presidenta, pero de la Comunidad de Madrid –rio Janet–. Qué ironía: una se llamaba Esperanza y ésta Dolores Aguirre, y no sé cuál es peor.
–¡Son clavaditas! ¡Si hasta hablan igual!
Después cogieron el metro en dirección Leganés, donde las iban a recoger en coche e irían al concierto al aire libre.
Bajaron las anchas escaleras de la boca del metropolitano, destacando entre la multitud: algunos las miraban raro, otros hacían como si no hubieran visto nada y las personas mayores preferían no caminar por su lado. E incluso parecía que había quien reía por lo bajo al ver la forma en que vestían y sus pelos levantados con laca.
Eran tiempos difíciles y el movimiento (más concretamente, no vestir como la mayoría consideraba «correcto») estaba peor visto que nunca.
Siguieron bajando escalones hasta llegar al andén. La máquina llegó enseguida y, al entrar al vagón, un hombre de piel morena que pasaba los cuarenta años, las miró descaradamente de arriba a abajo y se puso a cantar con voz rasgada y con aliento a alcohol el estribillo de Highway to hell, pronunciando y vocalizando mal. Éstas lo ignoraron y se fueron a otra parte del metro mientras el individuo reía sin quitarles ojo.
En pocos minutos habían llegado a la parada de Leganés. En los ochenta, hubiera sido más de una hora lo que hubieran tardado en llegar, pero la tecnología había avanzado mucho. No todo era nefasto en el año 2052.
Al terminar de subir las escaleras que llevaban a la calle, se quedaron un rato dudando y Janet se acordó de algo.
–Oye, ¿no es en Leganés donde hay una calle dedicada a AC/DC?
–Había. La quitaron hace unos años porque se hacía muy confuso para algunos, ya que decían que no sabían lo que era. Hace cuarenta años hubiera sido diferente porque todo el mundo sabía qué era eso de AC/DC, pero hoy en día… –negó con la cabeza–. Seguramente fuera una excusa, a saber, pero es una lástima.
El rato que permanecieron esperando cerca de la boca del metro se les pasó rápido. El sol empezaba a ponerse en el horizonte cuando un coche color verde esmeralda, y con cuatro plazas, paró delante de las jóvenes.
Roxy se acercó al vehículo, reconoció al conductor y la rubia la siguió. Al entrar, Janet y éste se saludaron con dos besos, montándose las dos chicas en los dos asientos de detrás.
–Yo soy Andrés, encantado –se presentó el muchacho, de pelo por los hombros, liso y moreno, pero recogido en una disimulada coleta.
–Yo soy Janet –contestó la chica.
–¿Cómo?
–Janet, como la cantante de Vixen.
–Anda, ¿sí? Qué curioso –contestó éste mientras el coche empezaba a moverse y no quitaba la vista al frente. No había ningún tipo de vibración dentro y el automóvil parecía estar resbalando sobre una placa de hielo.
–Sí, bueno, mi padre es fanático de Vixen y me puso ese nombre, aunque no me quejo porque a mí me encanta. Y, bueno, Roxy también, ¿no?
–¿Roxy también? –preguntó el conductor sin quitar la vista al frente.
–Claro, tío. ¿No lo sabías? –intervino.
–No, qué va. Nunca me lo había preguntado. De hecho, si os soy sincero, ni siquiera sé por qué me pusieron Andrés, ya que estamos –rio–. Pero qué va, no lo sabía.
Continuaron circulando por una carretera que les sacó de Madrid con el molesto sol de cara, que se ocultaba. Nadie dijo mucho más, salvo Roxy que le preguntó por gente que iba a ir al concierto.
Janet no conocía a nadie. Había salido alguna vez con Roxy pero no recordaba a ningún amigo heavy de la madrileña.
Cuando Andrés terminó de nombrar gente, Roxy se puso a explicarle a Janet:
–No los conoces. Vienen dos amigas de Castellón, uno de Alicante, dos colegas de Barcelona, otro de Sevilla con su novia y el resto somos todos de Madrid. En total seremos… eh… unos veinte o así.
–Para ser exactos, veintitrés –contestó Andrés mientras conducía, ahora, con las gafas de sol puestas e intentando evadir la potente luz cegadora–. Bueno, sin contar a los del grupo, que son cuatro. Si a lo mejor van familiares de ellos, el número aumentará. Pero no lo sé con certeza.
–Janet, una vez conociste a Sonia y a Pilar. No sé si te acordarás, fue el verano pasado.
Janet recordó, entonces, una vez que fue a Madrid un año atrás. En casa de Roxy habían estado dos amigas con las que hablaron de música, pero sólo fue una tarde. Fueron las dos únicas chicas que le había presentado Roxy que eran heavies.
En ocasiones diferentes, le había presentado a más muchachas que no eran igual que ellas; que no les gustaba el rock. Aun así, le habían caído muy bien a Janet y la habían respetado aunque no compartieran gustos musicales, algo muy difícil de encontrar.
–Por cierto –preguntó el conductor poco antes de llegar a su destino–, luego os dejo en la puerta de casa, ¿no? Hoy no hay toque de queda pero, aun así, es peligroso ir las dos solas por la noche. Además, ya no habrá metro para volver a la Gran Vía.
–Lo que quieras –contestó Roxy–, pero si nos dejas allí, te lo agradeceremos. De todas formas –se volvió a un lado y rebuscó en su bolso–, siempre llevo esto conmigo.
Y sacó un pequeño tubo negro de spray.
–¿Qué es eso? –preguntó Janet.
–Spray antivioladores. Es ilegal, por supuesto. Pero si rocías a alguien con esto, lo dejas ciego y atontado por unos minutos –explicó, y Janet rio–. Sí, en serio, lo digo en serio. Pero siempre lo llevo encima por si me hiciera falta algún día. Me lo trajo mi padre de Amsterdam.
Al llegar a la casa de campo, resultó ser un chalet de ladrillo con más de medio siglo de antigüedad pero muy bien conservado.
Al abrirse la puerta por la que entró el coche, se pudo ver un gran suelo de piedrecitas pequeñas y al fondo una casa de dos pisos con una terraza de alta como un escalón, delante de la puerta principal, donde tres grandes amplificadores y una batería (ésta en una tarima), yacían. A la derecha, bajo la terraza y sobre las piedrecitas blancas, cinco chicos: cuatro melenudos y uno de pelo corto.
–Esos cuatro –señaló Roxy a Janet desde el coche– son los del grupo.
Janet nunca había visto tantos heavies juntos dentro de España. Eso sólo se veía en el extranjero; en festivales puntuales y debidamente organizados.
Aunque parecía que eran los primeros en llegar, le encantaba ver gente de su mismo estilo. De esos cuatro melenudos, le sorprendió ver a dos con un cigarro en la mano.
Bajaron del coche, se acercaron y Roxy le presentó a los cinco. Efectivamente, cuatro eran del grupo y el quinto de pelo corto era el que había organizado el pequeño concierto: al parecer la casa era de sus abuelos y ya nadie iba por allí.
Al momento, uno de los que estaba fumando terminó su cigarrillo y lo tiró a la terraza, pisándolo después.
–Tío, no lo tires al suelo porque luego no lo recogeremos y mis padres verán que alguien ha fumado –le llamó la atención el muchacho de pelo corto.
El joven de pelo moreno, rizado, con flequillo y olor a tabaco, lo miró con rabia y en silencio.
–Mira, tío, porque eres tú –se atrevió a decir con voz rasgada. Se agachó y cogió el cigarro mientras su amigo daba la vuelta–. ¡Esto es una mierda! ¡Me cago en Dios! ¡Antes se podía fumar tranquilamente y nadie te miraba mal! –gritó, soltando toda su ira hacia su compañero.
El muchacho tampoco parecía tan mayor. Pero en aquellos tiempos fumar había pasado a la prehistoria: estaba muy mal visto y, cómo no, legalmente estaba prohibido.
Luego la gente fue llenando el terreno. Janet fue conociendo chicos y alucinaba al verles con el pelo largo y con camisetas negras de grupos. Muy pocas veces había visto nada igual en su vida.
–Mola, ¿eh? Parece que nos hayamos reunido todos los heavies que somos en España –bromeó Roxy, y Janet se rio también, aunque seguramente fuera la triste verdad.
–El concierto empezará sobre las diez, chicas. Gracias por haber venido, ahora después nos vemos –les comentó un joven con el pelo largo, castaño y liso a las dos. Era el cantante del grupo.
Andrés pasó por allí cerca y se soltó el pelo.
–Ya no hay peligro ni hay maderos. Melena suelta. ¡Qué gusto! –miró a las dos amigas, que le habían visto gozar–. Es que llevaba toda la semana deseando poder soltarla…
Acto seguido se alejó, y el macarra que habían visto tirar la colilla pasó por su lado con rostro severo y las miró.
–¿Tú qué tocas? –le preguntó Janet, superando su timidez ante gente que no conocía. El joven se acercó a ellas.
–La guitarra, por supuesto. Desde que nací la llevo tocando, mi padre fue guitarrista y me enseñó a rasgarla –explicó a las chicas. Se metió la mano en el bolsillo y sacó una delgada y plateada caja metálica. Sacó de ella un cigarro de liar, se lo puso en la boca y se lo encendió con un mechero de gasolina con total tranquilidad. Janet y Roxy se quedaron embobadas, ya que era la primera vez que alguien se encendía un cigarro delante de ellas. El quinqui tragó el humo y lo soltó poniendo cara de alivio–. Supongo que os sorprenderá que fume, pero no es culpa vuestra. No habéis elegido que en esta sociedad se vea mal que alguien tenga vicios. A mí me encanta fumar. ¿Que se ha muerto gente por esto? Sí, pero eso los políticos lo supieron durante décadas, y sin embargo, el tabaco siguió siendo legal hasta que el número de fumadores descendió y descendió, hasta que al gobierno no le daba beneficios, y como era algo que mataba, con la excusa… ¡Prohibido! ¡Como si fuera una droga más!
–No sabía yo eso. O sea, en videoclips y en películas he visto gente fumando, pero claro, eran de otra época. Tanto en la calle como en mi casa siempre se ha visto mal eso de fumar, aunque, como dices, bien es verdad que es lo que nos ha vendido la sociedad actual –dijo Janet.
–¿Queréis uno? –ofreció, mostrándoles la caja abierta.
–¡NO! –gritaron las dos a la vez, al mismo tiempo que pegaban un bote hacia atrás.
–Vale, vale, perdonad –contestó, sintiéndose culpable y pegándole una larga calada después al suyo–. Como os decía, antes se veía bien el fumar o, si no, mirad los videos de los años ochenta cuando todo el mundo lo hacía. Pero es decisión mía el fumar o no. Soy consciente de los efectos secundarios que tiene el tabaco. ¿Qué mata? Pues vale, pero es mi decisión, además que no todo el mundo ha muerto por enfermedades causadas por el tabaco. Mucha gente fumaba por moda hace décadas y no porque realmente amaban el hecho de tener un vicio. A mí me encanta fumar, no sé qué hay de malo. Realmente hemos sido muy pocas las personas que, durante años y años, hemos amado el hecho de tener un cigarro en la mano. Y repito: soy consciente de que se pueden tener cánceres o enfermedades, pero es mi responsabilidad y sólo yo decido en mí. ¿Conocéis un grupo de punk español llamado Eskorbuto? Ellos quisieron morirse a base de heroína a pesar de que estuviera prohibida e hiciera una matanza en los jóvenes de los ochenta por SIDA y sobredosis. Desde luego yo no tomaría ejemplo, por el caballo –haciendo alusión con esa expresión a la heroína, la droga más dura que había existido– yo no pasaría. Pero ellos preferían vivir así y evadirse de la sociedad a pesar de que fuera tan mala y tan ilegal. Pues ahora fumar resulta que es heroína pura. ¡Y dad las gracias que a día de hoy no se ha ilegalizado todo el alcohol, también con la excusa de que puede ser mortal!
Aquel chico hablaba y parecía que sabía todo lo que narraba. Decía cosas que no se habían planteado Roxy ni Janet.
–¡Luego es normal que uno acabe en el talego, no me jodas! –exclamó.
–¿Estuviste en la cárcel? –se interesó Roxy.
–Estuve, sí. Mi hermano sigue en la de Carabanchel.
–¿Qué hiciste? –preguntó Janet, también con interés.
–Os vais a reir: saludar a mi primo sacando los cuernos desde el otro lado de la calle. Yo era un pimpollo, ¡si todavía llevaba el pelo corto! Pero la policía rondaba por allí, me vio hacer el gesto y «al coche, chaval».
»Ahora te detienen por cualquier cosa, ya no sólo por fumar o por las pintas que lleves. Ahora les ha dado por pillarte por la calle y medirte el nivel de azúcar que lleves en la sangre.
–Es verdad. Yo lo he comentado con mi padre. Lo hemos visto por internet –dijo Janet.
–Así es. Ahora te controlan hasta eso por si desarrollas una diabetes… y si te pasas del nivel permitido, estás detenido.
Roxy intervino:
–Lo comentábamos antes ella y yo. Menuda mierda de época nos ha tocado vivir, tío. Y ya no sólo por la música…
–Ni en la clandestinidad quedan músicos. Lo que vais a ver hoy aquí es lo único que queda –explicó el chico.
Más tarde, mientras seguían escuchándole, llegó el joven de pelo corto y le ofreció una cerveza a cada uno. Roxy y Janet la rechazaron porque no bebían; nunca habían probado nada de alcohol. El guitarrista, sin embargo, cogió el tercio y, de un trago, se bebió casi toda la botella.
–Qué sed tenía. Ahora nos vemos, voy a coger la guitarra y a comprobar que anda todo afinado y bien –Janet y Roxy sonrieron sin decir nada. Entró dentro de la casa con cuidado de no pisar ningún cable y el cantante le siguió.
–Menudo quincorro está hecho –comentó Roxy a su amiga–. Ya no queda gente así.
–¿Es colega tuyo? ¿Le conocías?
–Sí, desde hace un par de años. Le llaman el Richi, es buen tipo, muy macarrilla y de Vallecas. Ya ves que ha estado, incluso, en la cárcel –le contaba Roxy.
La gente estaba bebiendo y todos hablaban de música. A alguno más también se le veía con un cigarro en la mano. También a Andrés, el joven que les había llevado en coche. Janet y Roxy se quedaron cerca de la terraza, esperando a que empezara el concierto.
Un instante después, los cuatro músicos se subieron a la terracita donde estaban los altavoces e instrumentos. Los pocos que allí había, aplaudieron, mientras los chicos se enchufaban y comprobaban que todo sonaba bien.
–¡Hola a todos, somos Bad boys! Y este tema nos da nombre –recitó el cantante mientras comenzaba a sonar el riff de guitarra de Bad boys de Whitesnake por el quinqui con el que habían hablado antes. Tenía un cigarro en la boca mientras tocaba.
La primera impresión mientras comenzaba a sonar la canción fue que era un concierto de clásico heavy metal, el género que Janet más añoraba. El bajista, que era el otro que estaba fumando cuando llegaron, también tenía una colilla en sus labios.
¿Quién lo diría? Aquello sólo se podía ver en videoclips o en conciertos de setenta años atrás.
El muchacho castaño apareció de un salto delante del micro y empezó a cantar:
I know you, you know me
I’m the black sheep of the family
I’m in an’ out of trouble
I’m the talk of the town
I get wild in the street
When the sun goes down
I steal around, like a thief in the night
Dancing ‘til the break of day
Bad boys,
Running undercover of moonlight
Bad, bad boys
Getting wild in the street,
Wild in the city
El concierto fue ameno y variado. Los allí presentes parecían pasarlo bien. Disfrutaban de un concierto con buenos músicos y rodeados de buena gente.
Sonaron temas como You really got me, la mítica Born to be wild, o Come out and play de Twisted Sister, con salto incluido de Richi desde la tarima donde estaba la batería. La gente le aplaudió después.
El concierto acabó con The gods made heavy metal de Manowar. Janet agradeció que no sólo tocaran canciones en inglés, sino también en español, como fue el caso de Hijos de Caín de Barón Rojo o Reencarnación de Santa.
Aunque no tocaron ninguna de Vixen, Janet tampoco lo echó de menos al haberle gustado todas las canciones.
Desde luego, fue un gran concierto de los mejores (y pocos) que había visto.
Bad boys se llevaron una gran ovación al terminar y toda la gente se lo había pasado como pocas veces, escuchando rock duro en directo sin tener que recurrir a conciertos grabados y valorándolo de una forma que muchos no quisieron apreciar a principios de siglo cuando el movimiento parecía morirse poco a poco.
La noche continuó con música por los altavoces y con la gente hablando, donde entre la multitud estaban los componentes del grupo socializándose y bebiendo cerveza.
Ni Janet ni Roxy habían cenado todavía y el estómago empezaba a pedirles algo.
–Andrés, ábrenos el coche que queremos coger las mochilas para cenar –pidió Roxy.
El chico les abrió el vehículo y cada una cogió su mochila. Se sentaron en la terracita que hacía de escenario y sacaron cada una un bocadillo.
–Ha estado bien, ¿no? –comentó Janet a su amiga.
–La verdad, ha sido de los mejores a los que he ido.
Continuaron hablando del concierto y se terminaron los bocadillos. La noche siguió avanzando y el pan a cada una les había sabido a poco. No sabían a qué hora volverían a Chueca, pues dependían de Andrés para que las dejara en Madrid de nuevo. La suerte era que no tenían hora de vuelta, pero era de las únicas veces que habían estado trasnochando fuera de casa y empezaron a notar el cansancio.
Aunque después se levantaron y hablaron un poco con la gente (parecía que eran de las pocas que ni fumaban ni bebían), a partir de las tres de la mañana el cuerpo de las dos muchachas se hacía más pesado, al igual que sus párpados. Andrés parecía estar pasándoselo bien, por lo que aún les quedaba bastante para volver a Madrid.
–¿Vamos a sentarnos un rato? –preguntó Janet, señalándole el escalón de nuevo.
–Creo que será lo mejor –contestó Roxy.
Ambas se quedaron pensando. Volvían a tener hambre y ya no les quedaba tema de conversación para esa noche.
–Anda, ahora que me acuerdo –dijo Janet de repente–. Creo que se lo agradeceré a mi padre.
Y sacó de su mochila el largo bollo de crema y chocolate que le había preparado aquella mañana.
–¡Qué grande eres, tía! Ni me acordaba ya –sonrió Roxy al verlo.
Janet partió el bollo en dos y cada una se comió una parte. No era mucho, pero por lo menos había algo con qué rellenar el estómago para el rato que les quedaba.
La noche seguía avanzando y el sueño aumentaba cada vez más exagerado.
Roxy, cansada de esperar sentada, fue a llamar a Andrés.
Cuando volvió, le dijo a su amiga, que le faltaba casi nada para quedarse dormida, que se irían enseguida.
Y por fin, sin que se dieran cuenta, estaban en el coche de camino a Madrid.
Durante el trayecto, comentaron el concierto y el buen ambiente que hubo:
–La verdad es que ha estado muy bien, a mí por lo menos me ha encantado. Mucha actitud y muy buenos músicos –comentaba Andrés mientras conducía.
Janet estaba quedándose dormida hasta no aguantar más. Le hubiera gustado disfrutar más la noche, pero desde hacía un rato ya no podía ni mantenerse en pie. Las dos chicas no hablaron mucho y hacían lo posible por no quedarse dormidas.
–¡Qué poco aguante tenéis! –bromeó Andrés al ver sus caras.
–No me encuentro muy bien… –recitó Roxy en voz baja para que sólo la oyera su amiga, que estaba sentada a su lado. Janet también se sentía mal.
Al llegar a casa de la madrileña, ambas se cambiaron de ropa y se quedaron profundamente dormidas, cada una en una cama de las dos que había en la habitación de la anfitriona.
***
Se hizo de día y el cuarto se iluminó con el sol que entraba por la ventana de cristal.
–Roxy…, parece que tenga resaca –confesó Janet, riéndose en mitad de la mañana mientras su amiga parecía despertarse.
–¿Y tú cómo sabes lo que se siente cuando se bebe? –contestó Roxy con voz ronca y aún dormida.
–No lo sé, me han dicho que sueles estar mareada y con dolor de cabeza.
–Algo así… El día que bebas lo comprobarás –hizo una pequeña pausa–. Aunque yo ayer no bebí y también me siento así. Si quieres tomarte algo para que se te pase…
–No…, no te preocupes. Tampoco es para tanto.
Aún adormiladas y con cara de resaca, se vistieron y salieron a desayunar, muy en plan zombie y, en ocasiones, sin ni siquiera saber dónde estaban.
Sin embargo, no había nadie en el piso y estaba todo en completo silencio.
–¿Mamá? –preguntó Roxy en voz alta y entrando a la cocina–. Bueno, da igual, si nos viera se reiría de nosotras al ver nuestras caras y nos preguntaría por lo que hicimos ayer…
Durante los cinco minutos restantes se prepararon cada una un vaso de leche y se lo tomaron. Pero ni la leche ni nada pudo hacer que ambas se espabilaran. Parecía que ni siquiera se percataban de que muchos electrodomésticos ahora eran diferentes y los más modernos habían desaparecido.
Después de dudar, bajaron a la calle. Janet no conocía casi nada de la casa de Roxy, ni tampoco de su escalera ni ascensor que bajaba desde el tercer piso. Aun así, notaba el ambiente algo extraño…
Cuando pisaron el vestíbulo del edificio, Roxy se quedó parada como una estatua... Algo raro pasaba.
Miró hacia la puerta del ascensor.
–¿Eh…? ¿Qué ha pasado aquí? –preguntó en voz alta, aún con voz ronca y con las ojeras marcadas.
La puerta del ascensor era diferente y éste había tardado más de lo normal en bajar.
Janet se despertó de golpe. Aquella situación le resultaba muy familiar.
–¡Roxy…! ¡ROXY! –gritó en la escalera, dejando eco en ella, y la otra muchacha parecía haberse despertado también de repente–. ¿No lo ves? ¡Está pasando como te conté!
–¿Eh…? ¿Qué dices? –preguntó.
–¡Que sí! ¡Mira! –exclamó Janet. Cogió a su amiga de la mano y salieron a la calle.
Corrieron un poco más y llegaron a la Gran Vía. Pero estaba irreconocible.