
1
Tren Fantasma
Max se hundió en el mar en mitad de la noche tras una larga caída libre. El impacto le había hecho tocar la arena del fondo. Por suerte, el agua estaba tranquila y podía ponerse de puntillas, pero no lograba entender qué hacía ni por qué estaba allí, ni tampoco de dónde venía.
Tras sacar la cabeza del breve oleaje para buscar una respuesta, en la costa pudo diferenciar las débiles luces de un pequeño municipio. Sin pensar y basándose en su instinto, nadó hacia la orilla, salió del agua y alcanzó una silenciosa playa.
Mojado hasta los huesos, se apoyó en sus rodillas intentando descansar. Miró a su alrededor: todo estaba completamente oscuro. Ni siquiera en el cielo se podían vislumbrar la luna ni las estrellas; solamente la luz de un enano y desierto suburbio que tenía delante.
¿Qué hacía allí? ¿Cómo había llegado? Por mucho que intentara recordarlo, no lo conseguía.
Avanzó hasta la villa que yacía delante de él. Los edificios no eran muy altos; apenas tenían tres plantas. Al acercarse, pudo diferenciar que algunos estaban hechos de piedra y barro y eran muy viejos. El suelo estaba formado por adoquines, es decir, oscuras piedras rectangulares, y no por asfalto. A los costados había estrechas aceras de las que emergían faroles negros que alumbraban débilmente la travesía; luz que parecía eléctrica, a pesar de aparentar gran antigüedad y dar la sensación de funcionar con gas. También había una siniestra niebla azulona en el ambiente.
Max continuó caminando en la confusión, esta vez, con el sonido de fondo de un lejano tren a vapor.
Aún haciéndose las mismas preguntas, halló un cruce. Miró sus inmediaciones y contempló lo mismo: caminos con el suelo adoquinado, pequeños edificios de planta baja y faroles negros.
Podía tocar el muro que tenía a su derecha y sentir el frío de la piedra, planteándose si aquello era real o un mero sueño.
Haciendo caso omiso al cruce, continuó recorriendo la vía hasta toparse con otra bifurcación idéntica. En las calles que alcanzaba a observar solamente variaban el color y tamaño de las viviendas.
Sin embargo, con naturalidad y lentitud, un individuo mayor con un bastón, una boina y anchas patillas canosas, recorría la vía perpendicular que quedaba a la derecha del joven. El hombre estaba de espaldas, pero el adolescente no dudó en gritarle.
–¡Disculpe! –exclamó.
El tipo paró y miró con tranquilidad, mientras Max alcanzaba su costado.
–¿Podría decirme…?
Pero al muchacho no le salieron las palabras para expresarse.
El señor lo observaba sin miedo, e incluso daba la sensación de que le hacía gracia ver a Max tan perdido.
–¿Podría decirme dónde estoy? –se atrevió a preguntar.
El varón seguía mirándole a los ojos y no tardó en responder.
–¿Tú dónde crees que te encuentras? –le contestó con otra cuestión.
–Pues… no lo sé. Es que no recuerdo cómo he llegado aquí.
El hombre sonrió inevitablemente.
–Dime, ¿qué es lo que ves? –preguntó sin quitar la vista del chico.
–Veo… –Max miró sus cercanías lentamente–. Veo una ciudad... Más bien un pueblo... antiguo. Sí, muy antiguo…
El señor seguía sonriendo con naturalidad, como si aquella no fuera la primera vez que le ocurría algo semejante.
–¿Estoy soñando? –se atrevió a preguntar el joven.
–¿Tú crees que estás soñando? –cuestionó nuevamente el hombre mayor, pero Max, afortunadamente, no perdía la paciencia.
–Pues… Pues yo creo que no –objetó, intentando salir de la duda–. Soy consciente de lo que hago. Todo lo que toco es real... No, no estoy soñando. Al menos, eso creo…
–¿Cómo sabes que no estás soñando –interrogó de nuevo– si cuando sueñas no eres consciente de que estás soñando?
El chico continuó observándole. Aquella pregunta le había sacado de sus casillas y le había dejado sin argumentos con qué responder.
Al momento, volvió a oírse el ruido del tren y el hombre recitó, como si fuera un dicho popular que se sabía de memoria:
–Dicen que no se oye ningún rumor y que no hay andén ni rail, que los pasajeros del extraño tren miran al exterior y te buscan a ti. ¡Buena suerte! –se despidió, después, con una sonrisa y elevando la mano al mismo tiempo. Continuó avanzando como si nada hasta perderse de vista.
Max permaneció en su lugar. Miró a su alrededor y era capaz de razonar, de describir el paisaje, de sentir los pies cansados y fríos, la ropa mojada por el mar e incluso tocar la pared de piedra y sentirla fría, una vez más. También percibía el sonido del tren a vapor, que parecía hallarse cada vez más cerca.
Tras dudar un par de minutos, prosiguió.
Halló una intersección más. No obstante, la vía perpendicular se trataba de una travesía principal más ancha que las anteriores.
Aunque el paisaje era muy parecido, la principal diferencia en esta ocasión era que en el costado izquierdo de la calle algo inmenso y oscuro se acercaba a toda velocidad.
Un instante después, surgió: siniestro y febril, transitó por delante de Max un tren formado por una locomotora con dos vagones enganchados. No había vía de ferrocarril en el suelo y, por lo que pudo distinguir, tampoco lo tocaba; iba flotando en el aire. A su paso dejaba una estela de humo y espectros.
El oscuro tren pasó de largo, mientras podía ver cómo se retiraba a su derecha.
Max, asustado, corrió por el lado opuesto al que había partido la locomotora. Tras recorrer varios metros, el chico miró atrás: el tren ya no estaba y lo oía muy en la lejanía. Aun así, no dejó de marchar velozmente por si regresase.
Pese a todo, no tardó en asustarse cuando volvió a distinguir el sonido de la locomotora muy cerca: había aparecido a la derecha por una calle secundaria y lo suficientemente ancha.
Max corrió aún más rápido. El ferrocarril giró, hostigándole a pocos metros y pisándole los talones en cuestión de segundos. El muchacho, en el último santiamén, volteó hacia su izquierda, por otra calle, dejando atrás el convoy que continuó en línea recta por la travesía principal. Un ser oscuro señaló al muchacho desde una ventana del primer vagón, que no tenía cristales.
Volvió a apoyarse en sus rodillas. Ya no se cuestionaba nada, solamente le interesaba huir de aquella gran locomotora.
Aún no había decidido por dónde continuar su marcha cuando, delante de él, el tren volvió a surgir. El joven dio la vuelta, cruzó la travesía principal y avanzó a toda pastilla.
Pero no sirvió de nada: la enorme máquina alcanzó sus talones, y la misma mano que unos segundos antes le había señalado, sin explicación alguna, le agarró en la distancia y fácilmente lo subió al primer vagón.
En el interior no había asientos ni tampoco luz. Solamente diversos seres oscuros a los que no se les veía el rostro.
Max, atemorizado, vio cómo se acercaban a él lentamente…
–¿Dónde voy? ¿Dónde me lleváis?
Pero nadie respondió.
–¿Dónde voy? ¡No me contestáis! –insistió.
El espectro que lo había cogido desde la ventana, apoyó su mano en el hombro de Max y recitó:
–Este tren nunca parará. El que se sube aquí, nunca bajará.
El muchacho le observó aterrado sin distinguir su rostro. El resto de oscuros seres cada vez estaban más cerca de él, arrimándose lentamente mientras el chico se temía lo peor…
–¡Max! –gritó una mujer corpulenta, con gafas y el pelo recogido en un moño, que tenía tras ella una pizarra. El chico dio un salto en su pupitre y alguno de sus compañeros de clase rieron por lo bajo–. ¡El primer día de curso y ya despistándote! ¡El año pasado igual!
Pero el chaval se había quedado sin palabras. Era como si en una milésima de segundo hubiera viajado de aquel extraño vagón a su habitual lugar en clase; como si fuera un sueño del que te despiertan de repente.
Miró a los demás, atónito y confuso.
–¿Qué hacías mirando la pared? ¡La pizarra está aquí! –insistió la profesora de Diseño, señalándole el tablero verde que estaba lleno de esquemas teóricos.
–Bueno…, estaba relajando un poco la vista –se aventuró a responder por romper el silencio.