top of page

Dastil

A Max se le podía considerar una persona normal, o al menos eso era lo que creía entonces. Max vivía en la ciudad de Arla, dentro de Dastil, un país que se extendía en una isla irregular al norte de España y al oeste de Francia. Tenía un tamaño similar al de Gran Bretaña y en el sur poseía un archipiélago que pertenecía a Dastil. El país estaba dividido en regiones, con sus diferentes ciudades, y desde incontables años su sistema político era una república conservadora.
¡Menudo había sido el primer día! No podía creer que ya se hubiera quedado el verano atrás y tuviera que empezar el instituto. La parte buena era que aquel año iba a ser el penúltimo curso que tendría que pasar antes de dejar los estudios obligatorios de Dastil y entrar en la universidad.
Por la tarde, y sin haber hecho aún la tarea que le habían mandado por la mañana, Max se tumbó en la cama para descansar cinco minutos. Cerró los ojos; todo parecía demasiado normal. Sin embargo, tenía la ligera sensación de que se había olvidado algo…
De golpe, se incorporó al acordarse de aquel misterioso pueblo frío y oscuro, de aquel anciano que nunca le dio una respuesta clara y, sobre todo, de aquel siniestro Tren Fantasma que le perseguía.
Intentó darle vueltas. ¿Qué hacía allí? ¿Estaba imaginándoselo o había ocurrido algo que rompía con las leyes de la razón? Pero por mucho que pensara, siguió sin encontrar una explicación coherente.
Llegó el siguiente amanecer: una corriente jornada más de clase. Como solía ocurrir, Max fue del reducido grupo de jóvenes que llegó tarde. Subió las escaleras tras atravesar el vestíbulo y caminó por los pasillos, silenciosos debido a que detrás de las puertas acababan de comenzar las clases a las nueve de la mañana.
Sin embargo, según iba avanzando, oía un ruidoso escándalo y gritos al final del pasillo: era su clase.
«8º de CBE», ponía en el centro de la puerta. El chaval miró el letrero. Señaló la C y dudó un largo instante.
–Curso. No hay duda –exclamó en voz alta.
Señaló la B. Volvió a quedarse atascado.
–Venga, no era tan difícil… –recitó. Después, reaccionó–. ¡Básico!
Señaló la E. Pero se rindió demasiado pronto.
–¡Puf! Ni idea… –dijo para sí mismo a viva voz.
–De Educación –exclamó una voz femenina detrás del chico. Max miró: acababa de llegar Stella, una de las pocas personas de su clase con las que se llevaba bien y compartía algunas aficiones.
–¡Gracias! Curso Básico de Educación… Vale, ahora ya no lo olvidaré.
Stella rió, negando con la cabeza.
–¡En octavo ya y mira que no acordarte de lo que significan las siglas!
El joven rió también.
–Anda, vamos adentro –sugirió ella, señalándole la puerta al muchacho, que abrió, y se encontró a todos sus compañeros en pequeños grupos, hablando y gritando. Había algunos sentados pero también otros de pie.
Stella y Max observaron al resto de su clase. El chico miró su reloj de pulsera.
–¿Son las nueve y diez? –preguntó Stella, sorprendida.
–Eso parece –asintió Max, y avanzaron juntos.
–Pues sí, eso parece: seguimos sin tutor, igual que ayer. El único curso que estamos sin él.
Max avanzó entre varios de sus compañeros hasta alcanzar la tercera fila a la izquierda, donde estaba su habitual pupitre de clase, quedándose Stella poco más atrás.
–¡Hola, Sam! –saludó Max a un chico más alto que él, de pelo moreno y rizado, con anchas ropas y dos largas cadenas plateadas: una le caía hasta el pecho y la otra se desplomaba aún más abajo, cada una con un símbolo pesado que convertían las cadenas en triángulos invertidos. Sin embargo, su cara de niño inocente, sin barba y de piel suave, daba la sensación de contradecir sus atuendos.
–Hola, Max –exclamó con una forzada voz masculina con la que se habría hecho daño en la garganta.
Pero sin que pudiera comenzar una conversación con él, Sam marchó hacia un grupo de varones que hablaban entre ellos con la misma voz y a un alto volumen.
Max había dejado su mochila encima de su pupitre y caminó hasta encontrarse con otra íntima del instituto desde hacía muchos años.
–¡Hola, Max! –le saludó ella alegremente.
–Hola, Gina. ¿Qué tal estás? –preguntó el chico pacíficamente, devolviéndole la sonrisa.
–Todo bien, quizá algo cansada, pero bien –dijo Gina. Él asentía mientras la chica de pelo y piel clara se expresaba–. Es una lástima que se hayan acabado ya las vacaciones, pero, oye, ya es nuestro penúltimo año en Hill School, después podremos hacer lo que queramos.
Max continuó asintiendo.
–La verdad es que sí. Yo aún no sé lo que haré cuando acabe los estudios obligatorios… –dijo. Gina levantó las cejas, dibujando una sonrisa–. ¿Tú sí? –preguntó al ver su nuevo rostro.
–Ya me voy haciendo una idea.
Detrás de Gina aparecieron dos chicas más que también eran rubias, solo que vestían más elegantes que nadie: con largas camisetas que mostraban dibujos y nombres de típicas capitales (New York City y Madrid, respectivamente), anchos cinturones y pantalones ajustados de colores vivos. La segunda de ellas portaba unas grandes gafas de pasta negras que destacaban por encima de su rostro.
Miraron a Max.
–Hola, Iritza. Hola, Sophia –las saludó éste.
–¿Qué tal ha ido el verano? –le preguntó Iritza con una femenina voz.
–Bueno, se me ha pasado muy rápido, aunque... –miró de derecha a izquierda, e Iritza repitió con él el gesto visual– parece que aún seguimos de vacaciones…
–¡Octavo está gafado, tío! –exclamó Gina–. ¡Ni en séptimo ni en sexto de CBE nos ocurrió algo así! Ahora resulta que, quien nos hubiera tocado que nos diera la mitad de asignaturas y fuera nuestro coordinador principal del curso, está de baja. ¡Tiene toda la pinta!
Cierto era que el día anterior había empezado de la misma manera: sin tutor ni tutora en un ambiente totalmente caótico, y en aquella nueva jornada matinal parecía que se repetiría el mismo proceso.
Max continuó avanzando y alcanzó de nuevo a Stella, con quien había entrado a clase.
–¿Todo bien? –preguntó la muchacha.
–Sí –contestó con naturalidad. Después, miraron al grupo de varones en el que se encontraba Sam–. Me ha devuelto el saludo, muy fríamente, pero me lo ha devuelto –explicó Max.
Stella volvió a mirar a su allegado con una cierta frialdad.
–Ni se te ocurra volver a hablar más con ese imbécil –rotundizó-. Es por algo que hace tiempo dejaste de llamarle amigo.
Max iba a comentar algo respecto al tema de Sam, pero el hecho de que todo el alboroto se silenciase de golpe, hizo que el chico se echara atrás.
Hubo un revuelo de gente silenciosa que alcanzaba su pupitre; Max hizo lo mismo de modo instintivo, en medio de la confusión.
Una señora rechoncha y con el pelo corto, llamada Alison, que era la directora y mandamás del centro, había aparecido en el umbral de la puerta con una carpeta y un libro escolar pegados en el pecho. Toda la clase se quedó en silencio mientras la directora avanzaba hasta la verde pizarra.
Alison era una de las personas más insoportables que Max había conocido. Abusaba de su poder al ser la directora del centro para, entre otras cosas, castigar a los alumnos con la mínima excusa. Muchas veces, incluso, evitaban cruzársela para que no les regañara por tonterías.
–Buenos días –saludó alegremente desde la mesa del profesor y mirando a los alumnos. Era como si radiara felicidad; no aparentaba ser aquella severa y repugnante persona.
Algunos se atrevieron a devolverle los buenos días con un susurro.
Alison seguía mirándoles con una sonrisa dibujada en su faz, brillando de satisfacción. Nadie entendía nada ni ninguno de los allí presentes se atrevía a preguntar, hasta que Gina rompió el silencio.
–Eh…, perdone –intervino, y Alison la miró–, pero ¿y nuestra tutora? ¿Este año no nos tocaba con Dyscella Vanson?
–Y así es, señorita –respondió, y se produjo un nuevo e incómodo silencio.
Después, Gina continuó preguntando:
–¿Y dónde está?
Alison no dijo nada. Levantó la mirada hacia el resto, como si quisiera que vieran su satisfacción.
Luego la bajó hacia Gina y explicó:
–Me temo que la docente Dyscella Vanson no podrá impartir clases este curso. Seguramente esté de baja todo el año.
De nuevo volvió a producirse un silencio absoluto e incómodo. Los allí presentes comenzaban a desesperarse.
–¿Y quién la sustituirá? –preguntó Rachel, en tono vacilante.Estaba sentada delante de Max y tenía unos anchos pantalones de tela fina, una camiseta verde decolorada con lejía y unas rastas naturales mezcladas con algunos mechones de pelo liso. Parecían haberse enredado con el transcurso del tiempo de forma natural. En la parte superior de su cabeza, una cinta naranja le colocaba las rastas hacia atrás.
Al instante, Alison levantó el tono de voz para contestarle, como si actuara en el monólogo de un gran teatro.
–¡Ésa era la pregunta que quería oír, gracias! –exclamó sin mirar a Rachel pero señalándola con el dedo.
–Mujer fascista… –exclamó en voz baja y con cara amarga. No era la primera vez que lo decía.
–Sí, sí, ¿pero quién es? –cuestionó también Kevin, con tono vacilante, que había subido los pies a la silla que tenía delante y en la que no se sentaba nadie.
–La tenéis delante –respondió Alison, y la tensión aumentó en el de después.
Sin embargo, Sally, que era prima de Max y estaba sentada justo enfrente de Alison, miró hacia los lados para aclarar las palabras de la directora. Se señaló recitando un «¿Yo?», pero nadie la escuchó; el resto de sus compañeros miraban a la profesora conteniendo el aliento.
Sally, que era muy inocente y se puso colorada, tenía gafas cuadradas y un aparato metálico en los dientes.
Max miró a su derecha. Distinguió a Gina, que tenía los ojos bien abiertos y negaba débilmente al haberse enterado de la noticia.
Alison, aún con satisfacción en el rostro, comenzó a pasearse entre los pupitres. Después, dio un pequeño discurso sobre la importancia de la educación y el orgullo que le producía volver a impartir clase y ser tutora después de más de una década dedicándose exclusivamente a la dirección del centro.
Comenzó a hablar sobre la puntualidad y, poco después, sobre el incumplimiento de las normas del centro, hasta que se paró enfrente de una joven con el pelo liso y moreno que estaba casi al final de la clase.
Alison observó a la fémina: la acababa de ver masticando un chicle. La directora apoyó sus dos manos en la tabla de la mesa, inclinándose hacia adelante, y la muchacha, llamada Alima, dejó de masticar.
–¿Qué? –disimuló la alumna.
La directora prosiguió, terminando la frase que había dejado a medias:
–…y también están prohibidos los chicles y las pipas en el centro, además de los juegos de azar.
Alima sonrió solamente por un costado. La tutora continuó hablando inmediatamente con voz mandona:
–Así que, Alima Gillece, tire el chicle a la papelera y salga fuera de clase.
Alima cumplió al instante: se levantó, tiró el chicle y salió por el umbral de una puerta ya abierta desde que había entrado Alison.
La directora dio la vuelta, avanzó un paso y abrió la boca para continuar, pero un ruido a sus espaldas la interrumpió sin que recitara una palabra más.
El sonido venía de la mesa contigua a la de Alima, donde había otra joven vestida cien por cien igual y con su mismo cabello. Aunque lo aparentaban a primera vista, no eran hermanas. Al menos, no de sangre.
Alison miró a la chica idéntica a Alima, que estaba masticando aire y hacía un ruido exagerado con la mandíbula; simulaba tener también un chicle mientras observaba a Alison. La tutora se posó delante, repitiendo el mismo proceso que con Alima.
–Señorita Acrima Velvet, ¿está usted mascando chicle también?
La joven dejó de masticar.
–¿Yo? –preguntó exagerando el tono y la expresión. Hizo una forzada mueca como si tragara–. ¡Si yo no tengo nada, directora! ¡Mire!
Y abrió la boca al máximo, sacando la lengua y enseñándole la campanilla.
–Te he visto masticando chicle también. Disimula ahora que has conseguido tragártelo. ¡A la calle!
Sin rechistar, e incluso sonriendo levemente, Acrima se levantó y salió, juntándose con Alima. Cuando Alison les dio la espalda, ambas dieron un reducido y mudo salto de alegría por estar juntas en el pasillo.
–Creo que ha sido el primer castigo justo que he visto por parte de Alison –comentó en voz alta Aaron a Kevin, pero la directora oyó sus palabras.
–¡Aaron Sagaste, fuera de clase tú también! –chilló al varón.
Lentamente, Aaron partió arrastrando los pies. Kevin ni se inmutó; seguía con los pies encima de la silla y rió como si la situación le hubiera hecho gracia.
Alison siguió paseándose mientras comentaba que también estaban prohibidos los balones de reglamento y la vestimenta inadecuada.
–Mmm… Vale, bien. Buen número de alumnos –dijo tras contarlos con un dedo–. Chicos y chicas a partes iguales, de acuerdo…
–¡Profesora! –exclamó un joven con el pelo rizado, moreno y largo, recogido en una coleta, con unas rectangulares gafas de montura metálica y una enorme boca que dibujaba una sonrisa totalmente permanente y que parecía que era imposible suprimir de su rostro.
–¿Qué ocurre, Steve? –preguntó Alison poniendo cara de susto, contraponiéndose a la sonrisa del chaval. Éste miró a su alrededor.
–Bueno, verá, ya que es un momento de… bueno, de algo de tensión y hasta quizá de amargura por parte de la mayoría, pues…
Max miró a Gina, que se llevó las manos a la cabeza y se temió lo peor:
–No, por favor, no. Otra vez no –dijo ella en voz alta.
–Profesora, escúcheme –sugirió Steve. Alison escuchaba atentamente, adelantándose muy despacio hasta el muchacho de la gran boca sonriente–. Tengo que preguntarle algo muy importante.
–¿Sí? ¿De qué se trata? –interrogó la directora.
–Profesora, ¿sabe cuál es el último animal del Arca de Noé?
Alison se quedó atónita.
–No sé, el… –comenzó a responder.
Pero Steve la señaló mientras se respondía a sí mismo con una carcajada:
–¡El del-fín!
La clase entró en un mar de risas al mismo tiempo que Steve se desternillaba con ellos, armando un escándalo enorme, y Alison le fulminaba con la mirada, cruzando los brazos.. La directora había perdido su momento de gloria y había sido interrumpida en su orgulloso discurso de vuelta a la rutina educativa.
Tras un largo y cansino alegato de casi una hora, la directora se marchó, entrando después otro profesor que les daría clase la hora siguiente. En los minutos de intervalo entre profesor y profesor, muchos alumnos se levantaron y comentaron entre ellos la novedad.
Oliver Slofer, un chico con el pelo despeinado y rostro pálido que estaba a la izquierda de Max, se quejó sin levantarse:
–No me lo puedo creer, Alison de nuevo como profesora… y nos ha tocado a nosotros.
Max le dio la razón y apretó los labios. Gina se levantó y se acercó.
–Menudo año nos espera –negó con la cabeza sin poder creérselo.
–Pues ya ves, pero menos mal que ahora por lo menos nos toca un profesor en condiciones –comentó Max.
–¿Qué tenemos ahora? –preguntó Oliver.
–Sanidad, con Malcom –respondió Gina–, quien nos diera el año pasado Psicología.
Max asintió. Gina continuó comentando:
–¿Le veis sentido a que haya en octavo y noveno una asignatura llamada Sanidad?
Oliver contestó al instante.
–Yo no lo veo mal. Mi hermano me ha contado que te enseñan cómo enfrentarte a un infarto en caso de urgencia o los síntomas de determinadas enfermedades y qué medicamentos hemos de comprar en la farmacia cuando los tengamos.
Gina se quedó muda. Luego, Max continuó comentando con Oliver.
–Tiene que ser interesante, yo tampoco la veo mal.
–Somos algo privilegiados en Dastil –continuó Oliver– teniendo una asignatura exclusiva para la salud. Mis primos viven en España y tienen obligatoriamente Matemáticas hasta cuarto de ESO, algo así como lo que en Dastil sería hasta sexto curso…
–¿¡Hasta sexto dando Matemáticas?! –exclamó Gina. Oliver asintió con la cabeza–. Pero si una vez que sabes lo básico, ¿para qué quieres continuar con más números?
–¿Entiendes ahora por qué veo bien que aquí en vez de Matemáticas demos Sanidad? –concluyó Oliver, y Gina no dijo nada más referente al tema.
Un instante después, Sally se acercó a su primo con su habitual inocencia.
–Max, oye...
–Dime, Sally –dijo el chico.
–Entonces, ¿cuándo veremos a nuestra nueva tutora?
Max la miró, incrédulo, sin decir ni una palabra. Sally todavía no se había dado cuenta de que era Alison.
***
Aquella mañana había terminado. Max se hallaba en un baño cercano a su clase un instante antes de regresar a casa. Al alcanzar el lavabo, pudo verse reflejado en el cuadrado espejo que había colgado: su piel blanca, sus cabellos y ojos claros y su estatura mediana le hacían un estudiante corriente de diecisiete años. En uno de los costados de la melena del joven, podían diferenciarse dos pronunciadas mechas sobresaliendo que, por alguna extraña razón, crecían así y muy difícilmente podían colocarse hacia la misma dirección que el resto del pelo.
En el vestíbulo del centro le esperaba Oliver, uno de los pocos varones con los que Max conseguía llevarse decentemente en su clase, además del que consideraba el individuo más vago que había conocido jamás. Aún así, al salir del baño alguien le exclamó algo con lo que el joven pegó un salto.
–¡Max!
Era Steve, que como siempre, tenía dibujada una sonrisa en su enorme boca.
–¡Steve, qué susto me has dado, tío! –se quejó Max mientras caminaba, con Steve detrás de él.
–¡Escucha, Max! ¡Escucha esto! –exclamaba, dos pasos detrás de su interlocutor.
–A ver, dime –cedió, desacelerando el paso y mirándole por el rabillo del ojo.
–¿Sabes lo que beben los pingüinos? –preguntó Steve costándole hablar debido a sus grandes pero ahogadas carcajadas.
–Mmm, pues…
Steve hizo el mismo gesto que había hecho con Alison, señalando a Max con su dedo índice, mientras exclamaba:
–¡Licor del polo!
Y empezó a reirse solo. Max permaneció de pie, como si hubiera sido congelado: sin mover un músculo y con los ojos abiertos como platos. No dijo ni una palabra mientras Steve carcajeaba exageradamente de su propio chiste.
***
Max y Oliver conversaban y caminaban por la calle unos minutos después de atravesar el vestíbulo del instituto.
–¿Perdona? ¿Que Iron Maiden son mejores que Rangers? –cuestionaba Max.
–¡A ver qué grupo heavy ha tenido tanta repercusión internacional como Iron Maiden, más ahora que acaba de volver Bruce Dickinson!
–¡Rangers son de Dastil, tío! ¡Además, en el Reading del 82 tocaron por encima de Maiden!
–¡Maiden llevan más tiempo!
–¡Pero Rangers sacaron su primer disco un año antes!
Para lo poco que podían hablar Max y Oliver, parecía increíble que tuvieran que discutir qué grupo de música era mejor o peor: si uno británico o uno dastiliano.
Por suerte, poco después pudieron cambiar de tema y comentar la mañana que ya quedaba atrás.
–La verdad es que me ha gustado Sanidad, tiene que ser interesante ver el resto de la asignatura. Historia y Sociología de Dastil me da que es muy aburrida, como el resto…
–Yo no la he visto tan mal, y eso que a mí apenas me gusta la historia –comentaba Max.
–Y lo de Alison… es increíble –alucinaba Oliver–. ¿Qué le había pasado a tu prima?
–¿Lo dices por lo del patio? –dudó Max. Oliver asintió–. Nada, se lo estaba explicando: aún no había pillado que era Alison la nueva tutora de nuestra clase y estaba muy preocupada porque había entendido otra cosa.
Oliver rió.
–Tu prima siempre igual, desde que era pequeña. Bueno, y las gemelas también, ¿para qué cambiar?
–¿Alima y Acrima? –preguntó Max.
–Sí, fijo que Acrima estaba fingiendo para ser expulsada y juntarse con Alima. Total, para que luego en el recreo se volvieran a pelear –dijo Oliver. Max soltó una carcajada.
–Así son, desde que eran pequeñas. Es lo que tiene conocerlas de casi toda la vida. Son tan amigas como enemigas, recuerda que siempre están peleándose por tonterías. Visten las dos iguales todos los días y una acusa a la otra de haberse copiado. Y lo mismo si una se corta el pelo, se lo tiñe, o surge cualquier novedad. Pero no entiendo cómo lo hacen… ¿Cómo es posible que cada día siempre coincidan en la forma de vestir o en algún cambio de look?
–Son la leche, tío. Tú estás más informado que yo, ya que te juntas con tías.
Oliver rió, pero Max esta vez no le siguió la gracia. 
–Mira, sabes de sobra por qué nunca me he juntado con vosotros –explicó, y se pararon los dos ante un semáforo en rojo. Ambos se miraron y Max habló, sincerándose–. No tengo por qué ser como todos quieren que sea, ni jugar al deporte que todos juegan, ni escuchar la música que todos escucháis, ¡no me gusta!
–Bueno, en lo de la música tú y yo coincidimos, y sabes que no te acuso de ser diferente…
–¡Y eres prácticamente el único, tío! Pero que me da igual, ¿sabes? ¡Me-da-igual! Me da igual ser diferente, quiero ser yo mismo y no como los demás quieran que sea, ¿entiendes?
Oliver guardó silencio, pasó la vista al frente y miró al semáforo que acababa de ponerse en verde para los peatones. Cruzaron la calle y ninguno dijo una palabra hasta que al llegar al otro lado, Max habló:
–¿Qué te pasa? Te has callado de golpe.
Oliver respondió como si sus palabras le hicieran gracia:
–Nada, no te preocupes. Solamente que he tenido un déjà vu.
–¿Un déjà vu?
–Sí, ¿no sabes lo que es? Es tener la sensación de que ya has vivido un determinado momento que vives en el presente… –explicó–. Como si en otra vida o en otro lugar ya te hubiera ocurrido lo que te está pasando, ¿entiendes?
Max asintió, comprendiendo.
–Qué curioso. ¿Y te ha pasado ahora? –preguntó con una sonrisa curiosa.
–Algo así. Justo antes de cruzar, cuando has recitado el «Me-da-igual».
El otro chico rió mientras caminaban.
–Ya, a mí también me ha pasado alguna vez –comentaba–. Se ve que es algo normal. A todos nos ocurre.
Pero no le dieron más importancia al tema del déjà vu ni al momento de sinceridad de Max. Poco después, se encontraron ante otra bifurcación en la que Oliver continuaba recto y Max tenía que dirigirse a la izquierda, como ya les había ocurrido en anteriores ocasiones en que habían hecho el camino a casa juntos.

bottom of page