
3
Sin solución
El tercer día de curso estaba a punto de empezar. Max había tenido la suerte de haberse levantado con más de una hora de tiempo para prepararse todas las cosas e irse al instituto.
–¿Qué me falta? –se preguntó a sí mismo en voz alta, mirando la mochila abierta–. A ver, tengo: los cuatro libros, la libreta, el estuche con los bolígrafos y el típex… Las llaves de mi casa, también –recordó esto último señalando las llaves que estaban encima de su mesa.
Miró su reloj: tenía tiempo para ver la tele un rato antes de irse, por lo que salió al salón, se sentó en el sofá y puso el aparato en marcha. El adolescente emprendió la búsqueda de algo interesante haciendo zapping sin mucho éxito, ya que no solía interesarle ningún canal.
«¡El almuerzo!», pensó, dejando un canal. «Ya casi se me olvidaba prepararme algo».
Después miró la televisión, donde estaban dando las primeras noticias del día. Podían verse inundaciones, casas destrozadas, miseria, barro por todas partes… Ciudadanos de algún punto del planeta que lloraban y lo habían perdido todo.
La desagradable imagen sacó al muchacho de sus casillas, ya que en aquel momento había ocurrido en China, según decía el titular, pero cualquier día podría ocurrir en Dastil.
Max permaneció sin quitar ojo a las imágenes que se emitían. Comenzó a sentir una pequeña rabia que le ocurría a menudo y no podía controlar; como si quisiera, de algún modo, poder ayudar a todas las personas que sufrían diariamente, tanto por injusticias y depresiones, o por necesidades más sustanciales, como pobreza, terrorismo o catástrofes naturales, y le dolía la impotencia interior de no poder hacer nada.
El muchacho dio la vuelta y se hizo diversas preguntas que hasta entonces no se había planteado de manera tan profunda: «¿Por qué existe el sufrimiento? Si hemos nacido para ser felices, ¿por qué hay momentos de nuestra vida en que somos infelices? ¿De qué manera se podría combatir la tristeza para que se convierta en felicidad?», recitó en su mente.
Ya no podía soportar tanta tristeza sin solución.
Sin embargo, cuando puso un pie en la cocina, como si todo el suelo hubiera desaparecido y las paredes no tuvieran fin, Max cayó libremente por un precipicio totalmente oscuro del que no se veía nada al fondo.
El susto del joven fue tal, que el descenso parecía haberle sacado el corazón del pecho, tanto por la confusión como por la irracionalidad que aquello significaba.
Pasaban los segundos y el chico caía libremente en la oscuridad. Dio una voltereta en el aire y, a sus espaldas, diferenció una pequeña luz que cada vez se alejaba y se hacía más pequeña: la de su cocina.
Transcurría el tiempo y Max seguía cayendo sin que ocurriera nada más, solamente la libre y confusa caída sin sentido. Dio varias volteretas en el aire e intentó resistirse de alguna forma para detenerla. Si chocaba contra algo, desde luego, sería el fin. Pero parecía que aquella caída nunca terminaba y el final no se veía.
Hasta que, sin producirle dolor, solamente un breve y pequeño impacto, Max cayó sobre arena de playa en un día totalmente soleado y despejado. El joven se encontraba bocabajo y lo primero que vio fue el mar, tranquilo y azul. El cielo también era celeste y el sol desprendía luz y calor como si de un fabuloso día de verano se tratase. Buscando una respuesta, el chico miró hacia sus costados, pero sólo veía mar.
Se levantó cuidadosamente, sin saber dónde estaba ni por qué había aparecido allí. Al ponerse de pie, tuvo que llevarse las manos a la boca para no gritar, y es que se encontraba en una isla desierta de tamaño mínimo, con apenas unos pocos metros de tierra y rodeada de mar por todas partes. En el centro crecía una alta y gruesa palmera tropical. En el mar, ni rastro de tierra en la lejanía, ni tampoco un mísero barco.
Aún sorprendido y en la total confusión, se acercó a la palmera, lo único que llamaba la atención de aquel pequeño tramo de tierra. Pensó en trepar por el cocotero para intentar colocarse en la zona más alta de la efímera isla y buscar tierra o alguna posible solución a su paradójico conflicto repentino. Tocó la palmera con las dos manos. Podía manosearla, sentir su rugosidad y notar su forma irregular. Se agachó y agarró también un puñado de arena ardiente que dejó caer y que el poco viento que soplaba se la llevaba hacia un costado.
Echó un vistazo hacia la cima de la palmera para agarrar un coco de los que lograba percibir con la mirada. Decidido, colocó una mano para agarrarse y levantó el pie contrario.
–Yo de ti no haría eso –sugirió una voz rasgada detrás de Max, que perdió el equilibrio al darse un buen susto y cayó al suelo.
Detrás del adolescente estaba el anciano que apareció en la calle adoquinada por la que le persiguió el Tren Fantasma dos días antes, solo que esta vez no llevaba boina: únicamente unas chanclas, un pantalón corto, una camiseta blanca y un gorro de paja; un aspecto totalmente veraniego.
Max se quedó atónito. El hombre, sin embargo, reía y después prosiguió:
–El chico que vino ayer intentó escalar, movió demasiado la palmera y cayeron varios cocos. Casi le abren la cabeza y yo estaba aquí viéndolo todo. ¡No podía parar de reírme!
¿Otro chico? ¿Qué lugar era aquel?
Max estuvo a punto de aclarar la situación. Pensó en decir: «¡Otra vez tú!», «¿Qué hago aquí?», «¿Quién es usted?», «¿Qué lugar es este?»…
Pero no pudo narrar ninguna frase similar. En su lugar, mientras miraba a su alrededor, solo le salió preguntar:
–¿Esto es real?
El hombre se encogió de hombros.
–¿Qué es real?
Max no dijo nada. Luego, el anciano prosiguió al ver que el joven no tenía palabras.
–Si tú crees que es real, entonces esto es real –y empezó a reírse a mala gana; no era una risa malévola, sino una risa que a Max le sonó a broma de mal gusto–. Tranquilo, estás muerto.
Max se puso blanco.
–¿¡ESTOY MUERTO!? –gritó, asustado. El anciano se rió aún más fuerte.
–¡Es broma, hombre! –exclamó.
–¡No tiene gracia! –contestó el muchacho, cabreado. Pero el viejo no pareció oírle, ya que seguía desternillándose.
–¡Qué pena que cuando salgas de aquí no recordarás nada!
Max borró su rostro severo. No sólo por tantos datos que procesaba en tan poco tiempo, sino por el sinsentido que estaba viviendo.
Finalmente, el hombre volvió a hablar.
–Que, bueno, creo que ya es hora de que vuelvas.
Y, tras concluir con aquellas palabras, el suelo de Max se convirtió en el de su cocina. Todo lo que había a su alrededor ya no era mar y tierra, sino muebles y paredes: había vuelto a su casa y no entendía nada.
Se quedó un segundo dudando e intentando procesar la información.
Escuchó la tele de fondo: seguían dando la noticia de los terremotos e inundaciones que acababa de ver justo antes de entrar a la cocina, cuando habían pasado más de diez minutos entre la caída y los amargos momentos en la isla desierta. Miró su reloj de pulsera: no había pasado el tiempo. Se encontraba exactamente en el mismo punto antes de caer a aquel oscuro precipicio sinsentido.
Aún dudando, permaneció dando vueltas a una frase que el hombre emitió antes de desaparecer: «Qué pena que cuando salgas de aquí no recordarás nada».
¿Qué significaba? Le acababa de gastar una broma, quizá de mal gusto, y el anciano se expresó de aquella forma con total naturalidad. Además, había vuelto a su casa y era capaz de recordarlo todo.
¿«El chico que estuvo ayer aquí»? ¿Significaba eso que más gente también vivía esa especie de alucinación como la del Tren Fantasma?
Max volvió al salón y se sentó en el sofá. En la televisión, habían concluido con la breve noticia del tsunami de China.
Lo siguiente que se planteó el joven en los minutos siguientes era si debía partir hacia el instituto o al psicólogo. ¿Estaba viajando en el tiempo y en el espacio?
Tras diez interminables minutos de confusión que se quedó sentado en el sofá, Max respiró hondo, apagó la tele, fue a su habitación a por la mochila y partió camino al instituto, continuando su rutina como si no hubiera pasado nada.
Lo que ocurrió después fue la habitual jornada de cada mañana: atravesó el pequeño jardín que le sacaba de su casa (un edificio de dos plantas que compartía con sus padres y su hermana menor que él). Luego avanzó por la acera, con árboles, atravesó diversas vías más, la última de éstas cuesta arriba, hasta alcanzar las anchas escaleras que le llevarían al vestíbulo del instituto Hill School, que crecía en lo alto de una colina (de ahí su nombre) en una zona urbana y residencial. Después, alcanzó el final del pasillo en el segundo piso donde se encontraba el aula de octavo de CBE.
La mañana avanzó con naturalidad aparente. Max, sin embargo, no podía concentrarse en las clases que los profesores impartían. Estaba asustado por lo ocurrido aquella mañana y no lograba encontrar solución ni dejar de darle vueltas al asunto.
¿Contárselo a alguien? ¡Le tomarían por loco! Si a él se lo hubieran contado, aunque fuera una de las personas con quien más confianza tenía, él mismo le habría tomado por un perturbado. Era imposible que aquello hubiera ocurrido.
–Está bien –dijo para sí mismo–, está bien. No ha ocurrido nada. Es todo tu imaginación. No has visto ningún viejo reírse, no has ido a ninguna isla desierta ni te ha perseguido ningún Tren Fantasma. Ha sido un sueño solamente… Ha sido tu imaginación, ¿de acuerdo?
El muchacho respiró hondo, cerrando los ojos.
–Eh, Max –lo mencionó el profesor que estaba de espaldas a la pizarra dando clase–, hazme este ejercicio –y señaló detrás de él con su dedo pulgar.
El adolescente ni se había dado cuenta de que se encontraba en clase de Historia y Sociología de Dastil. Encima, con uno de los profesores que más exigían en su asignatura: un individuo muy patriota, físicamente medio calvo, con una gran barriga y que todavía no llegaba a los cincuenta años, llamado Gordon.
Max miró las diferentes palabras que había apuntadas en la pizarra para que el alumno las definiera. El muchacho dudó, sin responder.
–Vamos, Max. Dime –insistió el profesor. El resto de la clase reía por lo bajo.
–Es que no sé lo que hay que hacer –confesó el chico. El maestro bajó los hombros y negó con la cabeza.
–Max, el año pasado empezaste bien el curso y acabaste rozando el cinco en esta asignatura. ¡Debes saber definirlas porque esto es un recordatorio de lo que estuvimos dando!
Se produjo un silencio y el chaval no respondió.
–Chico, hazme aunque sea una sola definición.
–Mmm, no caigo ahora… –disimuló, haciendo como si pensara. El profesor volvió a negar con la cabeza.
–Chicos, por favor. Hemos nacido aquí y por tanto ésta es nuestra tierra. Como orgullosos dastilianos que somos, debemos aprender nuestra historia. Debemos aprender bien el inglés, que es nuestro idioma nativo y para algo lo hablamos noche y día, debemos amar nuestra cultura y nuestra bandera y debemos…
–¡Eliminar las fronteras! –exclamó con rabia una voz femenina en la penúltima fila de la clase. Rachel, con sus rastas y su cinta naranja en el pelo, acababa de estallar de tanto oírle.
–¿Y usted es? –preguntó Gordon, analizando a la joven con la mirada.
–Rachel Reagan. ¡Tío, que me tuviste el año pasado!
El profesor se frotó la barbilla con la palma de su mano.
–Ah, ya me acuerdo de ti, ya… –recordó, asintiendo con la cabeza–. Pero me ha costado acordarme de ti porque nunca asistías a mis clases, sólo venías a principio de cada trimestre…
–¿Y eso qué mas da? Y sólo fue a principio de curso.
–…aún tenías el pelo liso –aclaró, y se hizo el silencio mientras Gordon le analizaba con la mirada las rastas naturales mezcladas con sus mechones de pelo liso aún por enredar–. ¿Cuánto llevas sin cepillarte el pelo? –preguntó bordemente.
Rachel apretó el puño.
–Un año. ¡Y a ti qué más te da! –exclamó con rabia. Gordon sonrió.
–Vaya, me ha tocado una hippie antisistema en una de mis clases. Hacía mucho tiempo que no tenía a alguien como tú tan cerca. –Rachel no dijo nada. Gordon continuó–. Y puesto que es mi clase, has de seguir mis normas, ¿no crees?
El profesor cogió una pequeña mochila que había debajo de su mesa y sacó la bandera de Dastil. Tenía cuatro franjas formando un rectángulo, y en cada punto de encuentro se diferenciaba un pequeño círculo, a excepción de la esquina inferior derecha en la que se podía hallar una estrella. Combinaba el color azul en diferentes tonos. La estrella, sin embargo, era blanca. Gordon cogió la tela y la colgó en la pizarra desde dos puntos, estirándola lo máximo que pudo.
–¡Viva la república! –exclamó el profesor en voz alta.
Rachel se puso de pie, armada de rabia.
–¡Muerte a la república burguesa! ¡Viva la anarquía y la república libertaria! –chilló estirando el puño izquierdo en lo alto, en vez del derecho. Gordon se acercó a la muchacha, mirándola fríamente y con cara de pocos amigos.
–A la próxima que sueltes, te haré besar la bandera. Has de aceptar que eres dastiliana porque naciste en Dastil. Y por ello has de estar orgullosa de tu tierra.
–No me toques los ovarios, tío –vaciló Rachel, riendo.
–Fuera de clase. No quiero volver a verte hoy.
–¡Ni hoy ni mañana me verás! –gritó Rachel mientras salía y cerraba la puerta tras de sí, dando un pequeño portazo.
–Bien, pues –continuó Gordon manteniendo la calma después del momento de tensión–, vamos a seguir con…
Pero una mano en el aire se había levantado educadamente. Gordon miró al individuo: Steve, que tenía su gran sonrisa ya dibujada. Algún alumno se llevó las manos a la cabeza.
–¿Sí, Steve? –permitió Gordon.
–Profesor, yo tengo una duda –dijo Steve–. Rachel es mi amiga, pero ¿sabía usted que los hippies no mean?
–¿Cómo? –preguntó el docente siguiéndole el juego– ¿Por qué lo dices?
–Los hippies no mean –levantó su mano derecha señalando al profesor mientras se reía a grandes carcajadas con su enorme boca–, ¡hacen peace!
Una vez más, la clase estalló en risas. Gordon empezó a dar palmadas con gesto preocupado mientras miraba a un lado y al otro.
–¡Steve Fungag, fuera de clase! –exclamó en medio del jaleo, y el rapaz de gafas metálicas, pelo rizado y coleta se levantó sin dejar de soltar carcajadas.
Una vez recuperada la calma, Gordon volvió a la pizarra y señaló las definiciones.
–Vamos a ver, ¿quién puede definirme estos conceptos? ¿Nadie?... –echó la vista de un lateral del aula al otro, pensando y viendo las caras de los adolescentes–. ¿Nadie? A ver, ¿Kevin?
Se dirigió a un muchacho que tenía su rostro apoyado en un puño; tenía cara de estar cabreado, comiéndose al profesor con la mirada.
–Vale, no ha sido buena idea… –concluyó mirando a otro lado.
La seria mirada de Kevin imponía mucho desde siempre. Detrás de él estaba Aaron, quien siempre le reía las gracias e intentaba imitarle. En esta ocasión, rió al ver al profesor echarse hacia atrás. Luego, Gordon continuó:
–A ver, ¿Marc? –sugirió. El joven, con una sonrisita, los ojos achinados y rojos, y que en aquel instante parecía dormirse, levantó la mirada al oír su nombre–. ¿Sabrías tú hacer el ejercicio éste? Venga, chicos, que estamos repasando lo del año pasado.
Marc se quedó en silencio, haciendo como si pensara, aunque en realidad no tenía ni una neurona.
Finalmente, concluyó con voz dejada:
–Dame un rato y luego lo busco en internet.
Y dicho esto, se cruzó de brazos, agachó la cabeza e hizo ademán de dormir.
Al terminar la mañana, Alison apareció en el patio donde todavía se encontraba toda la clase y les explicó que al día siguiente tendrían examen de todo lo que habían dado aquellos tres días de Inglés: lengua y literatura, su idioma, el cual iba a ocupar casi todo el primer tema. Para el curso de octavo aquello sentó como un jarro de agua fría: la mayoría, incluido Max, protestó en voz alta.
–¡Pero, profesora…! ¡Es el tercer día, no puede ponernos un examen nada más empezar! –exclamó el joven entre todas las quejas de los demás.
Alison señaló a Max y se adelantó rápidamente.
–¡Tú, Max! ¡¿De qué te quejas?! –vaciló. El resto de los alumnos guardaron silencio de golpe y Max respondió algo asustado:
–Pues no me parece justo, sin más. Además no soy el único que…
–¡Silencio! ¡Ven conmigo y sin rechistar! ¡Acompáñame!
Y Alison comenzó a caminar hacia el ancho edificio donde estaban las aulas. En medio de una ira que supo disimular, el alumno siguió a la directora.
Mientras caminaban por los pasillos, Alison comenzó a acusarle:
–¡Nadie, repito, nadie puede decirme a mí qué debo y qué no debo hacer con mi trabajo! –exclamaba, gritándole y abusando de poder como era habitual.
–Pero profesora, no he sido el único… –se atrevió a pronunciar con voz entrecortada y temblorosa.
–¡Me da igual! ¡Te he pillado a ti, y a los demás también les servirá de lección para aprender a no rechistar!
Max no tenía voz ni voto. Así era la directora y así había sido años anteriores, pero tenerla como profesora ya era toda una pesadilla. ¡Un examen al día siguiente de todo el primer tema! ¡Y tan sólo tres días después de comenzar el curso!
–¿Y qué tendré que hacer? –preguntó el alumno–. ¿Dónde vamos?
–A clase. Tendrás que copiar el texto que yo te diga para mañana. ¡Cien veces! ¿Me has oído? Y si no lo entregas, no tendrás examen y habrás sacado un cero, ¿entendido?
Max apretó los labios por no poder estallar de rabia. Aquello había sido el colmo, y deseó que pasara cualquier anomalía como las que le habían ocurrido sólo para que Alison no se saliera con la suya.
Llegaron hasta la puerta del aula de octavo.
–¡Escúchame bien, chico! La educación es lo más importante. ¡No debes gritar ni faltar el respeto a tus superiores! ¡En este caso a mí, que soy tu profesora y, por encima de ello, directora de este centro! –regañaba al joven. Alison, al mismo tiempo, metió la mano en su bolsillo y sacó las llaves de la clase. Abrió la puerta sin quitarle ojo a Max mientras continuaba con su discurso–. ¿Está claro? ¡Éste es mi centro! ¡Mi instituto! ¡Yo mando aquí! ¡Y no permitiré que ningún mocoso como tú se me suba a la chepaAAAAH!...
Max se quedó inmóvil y con los ojos bien abiertos. Alison, mientras hablaba con el muchacho y no le perdía de vista, había abierto la puerta de la clase y, al poner el pie en el aula, había caído al vacío.
El chico se asomó, asustado: ¡una vez más, el suelo había desparecido! Aquello parecía no estar ocurriendo; todas las paredes formaban un gran agujero oscuro y negro que no tenía fin. El grito de Alison dejó de oírse poco después y Max dio por hecho que había caído al vacío de la misma manera que le ocurrió a él esa misma mañana.
Se asomó al hoyo en la incertidumbre, con el corazón latiéndole a mil y alucinando con lo que acababa de ocurrir, cuando el grito de Alison volvió a aumentar. Era como si, al oírla de nuevo cada vez más cerca, la directora estuviera regresando al punto inicial.
–¡Alison! ¡Profesora! –gritó Max, preocupado.
Debería aparcer de nuevo porque la oía muy, muy cerca del aula, pero por mucho que mirara hacia abajo, allí no reaparecía nadie.
Sin embargo, sí lo hizo desde el techo. Max no se había percatado de que el mismo agujero que por el suelo no tenía fin, tampoco lo tenía por la parte superior de la clase, acabando en lo mismo: un oscuro abismo sin fin. ¡Pero aquello no podía ocurrir! ¡Era ilógico, irreal, totalmente paradójico! ¡Lo que había en la parte superior era el tercer piso y el tejado del instituto!
Alison volvió a desvanecerse en el orificio inferior. Instantes después, reapareció el grito en el superior: el chico levantó la vista y vio aparecer a su tutora desde el techo, y cayó una vez más. Básicamente, repitiéndose el mismo proceso en bucle una y otra vez.
Tan absurda era la situación que Max no pudo evitar que le hiciera gracia y dibujara una pequeña sonrisita sarcástica.
–¡Voy a buscar ayuda! –exclamó finalmente.
Max se dio la vuelta y corrió por el pasillo. Avanzó como una bala, bajando varias escaleras, sin ver a nadie.
Pero llegó hasta el vestíbulo y allí estaba Alison, con una carpeta pegada al pecho y la profesora de Diseño que llamó la atención a Max el primer día de clase. El joven se quedó parado, mirando a las dos y sin saber qué decir. La directora lo miró con seriedad.
–¿Quieres algo? –preguntó bordemente. El chico no respondió.
Dio la vuelta, subió escaleras, corrió por los pasillos hasta llegar a su clase, la cual tenía ahora la puerta cerrada con llave y no pudo abrirla.
–¡Max, ¿qué haces?! ¡Es hora de irse a casa, venga! –gritó Alison desde el principio del pasillo. El adolescente, incrédulo, regresó a ella–. ¿Qué hacías? ¿Es que quieres entrar en clase por algo?
Pero el muchacho no sabía qué responder. Le señaló la puerta de octavo.
–Pero, Alison, ¿tú no…?
–¿Qué falta de educación es ésa que tuteas? ¡Te voy a hacer copiar cien veces No tutearé a mi prof…!
–¡No, no, no, no! –exclamó Max rápidamente, evitando meterse en más líos–. ¡No se preocupe, profesora! ¡Me marcho! –y comenzó a caminar rápidamente.
–¡Recuerda que mañana hay examen del primer tema! –dijo Alison mientras el chico se distanciaba. Luego miró atrás un instante y salió corriendo del instituto, bajando las escaleras y la colina de asfalto, sin poder creerse lo que acababa de ocurrir.