
4
El Oráculo
En el vallado patio de Hill School, aquella mañana, se respiraba una tranquilidad no habitual. Los alumnos de octavo acababan de hacer un examen casi sorpresa y sus caras mustias y amargas se hacían notar en el recreo, que era la hora de después.
–¡Y encima ha puesto lo más difícil y rebuscado! –comentaba Gina a un grupo de chicas, entre las cuales estaba Max, el único varón.
–¿Qué habéis puesto en la tercera? –preguntó Sophia con aire preocupado, colocándose bien sus grandes gafas de pasta que destacaban en su rostro.
Max no había estudiado apenas y todavía no había hablado. Como le hubiera salido el examen, le daba igual; en aquellos instantes tenía otra preocupación en su cabeza.
–¡Max! –exclamó Sophia, ignorando al resto de miembros del grupo.
–Dime –respondió el chico con naturalidad, abriendo la boca por fin.
–¿Llevas gafas, lentillas…?
El joven se sorprendió con la pregunta.
–No, qué va.
–¿No entiendes de lentillas? –preguntó de nuevo la rubia. Portaba una camiseta blanca que ponía Madrid: Spanish Paradise y un dibujo del que parecía un pequeño boceto de la fachada de la estación de Atocha.
–No, ni idea –negó Max–. ¿Por qué lo preguntas?
–¡Porque necesito lentillas! –exclamó preocupada y exaltada.
–¡Ya no soy capaz de imaginarte sin tus gafas! ¡Si en la fiesta de fin de curso hasta dormiste con ellas en casa de Gina! –exclamó, riendo.
–¡No, tío! ¡No es eso! ¡Necesito lentillas para ponérmelas con estas gafas sin cristales!
Max borró la sonrisa.
–¿Que tus gafas no llevan cristales, Sophia? –preguntó.
–No, tío.
El chico se acercó a la muchacha, fijándose bien en sus gafas de pasta negras, y efectivamente: no tenían cristales.
–Pues me acabo de dar cuenta… –alucinó casi en un murmullo.
Un rato después, todavía en el patio, que Max se encontrara callado, pensativo y de brazos cruzados, hizo que Stella se acercara a su amigo. Lo agarró del brazo, lo alejó del grupo y le preguntó qué le pasaba.
–Nada, el examen. Ayer no estudié casi. No podía estudiar después de todo el verano sin hacer nada…
–Ya, si estamos todos igual. Pero a mí no me engañas, sé que te pasa algo más.
Max levantó su mirada. ¿Debería contárselo? ¿Contarle que debería ir al psicólogo? ¿Al psiquiatra? ¿Qué estaba completamente paranoico y vivía situaciones ilógicas? En vez de eso, matizó:
–No he dormido casi esta noche, a eso súmale el examen… y que no aguanto Alison. Pero que no es ninguna novedad, Stella, sé que me vas a decir eso.
La chica se mantuvo escuchando a su amigo. Después fue a hablar, pero un grito hizo que ambos miraran para un costado: Alima y Acrima estaban discutiendo. Parece ser que ambas se habían cortado el pelo por los hombros y habían dejado de lado su larga melena lisa. Como solía ocurrir, nunca se sabía quién se había copiado de quién.
–Estas dos no van a cambiar nunca –comentó Stella. La joven volvió a mirar a su amigo e ignoró a las gemelas–. No te ralles, tío. Hay que aguantar, ya llegarán tiempos mejores y mandaremos a Alison donde yo me sé.
Después, Max forzó una sonrisa concluyente. No dijo nada, ya que no tenía nada que decir. ¡Ojalá los problemas fueran Alison y sus exámenes a mala gana!
–Por cierto, mañana tenemos salida cultural con Gordon, ¿no? –preguntó Stella. Max asintió. La verdad es que le vendría bien para romper con la rutina.
Una vez se había alejado de Stella, Max pudo diferenciar a Sam a solas sentado en un escalón. Se acercó hasta ponerse delante de él y le habló con naturalidad.
–¿Qué haces aquí tan solo? –preguntó Max, inocentemente.
–¿Eh? –se sorprendió Sam, quien portaba una gorra blanca con el símbolo NY y cadenas de plata colgando del cuello–. No, nada, estaba… –se expresaba tímida e inocentemente, como si no hubiera roto un plato en su vida.
–A ver si quedamos una tarde como hacíamos antes –sugirió Max, pero Sam lo ignoró. Se levantó y se dirigió hacia Kevin y Aaron, chocándole primero la mano a uno y luego al otro. El chasquido en el que ambas manos se juntaban, siempre medía el nivel de intensidad de colegueo. Y, por supuesto, sonó muy fuerte.
Max se quedó apartado de los tres, mirando al pequeño grupo que lo ignoraba. Tocó el hombro a Sam y éste volvió la cabeza al instante.
–Te acabo de decir que a ver si quedamos una tarde.
Sam sonrió. De repente se había transformado en una nueva persona: había perdido su timidez y mudez al juntarse con los macarrillas de la clase.
–¡Tú vete con tu prima y con tus amigas! –rió lo suficientemente fuerte como para que tanto Aaron como Kevin le escucharan, y rieron e ignoraron a Max después.
Y, sin decir ni una palabra, Max se alejó del grupo lentamente, sin saber a dónde dirigirse.
Caminó durante varios minutos hasta que contempló de nuevo a Sam, solo que esta vez se dirigía a Piers, que se encontraba en la pista de baloncesto.
–¡Piers! ¡Negro! –exclamó, con Kevin y Aaron detrás de él, por supuesto.
El joven de piel oscura volvió la cabeza.
–¿Qué pasa? –preguntó con valentía.
–¡Los deberes que me dejaste ayer de Musicología…! –y cerró la boca al instante.
–Ya, los que me pediste que te querías copiar. ¿Qué pasa?
–¡Que había ejercicios que estaban mal, idiota! –le gruñó Sam. Piers se encogió de hombros.
–¿Y? –preguntó, adelantándose dos pasos.
Sam se puso recto y también adelantó dos pasos. Max llevó una mano a su cara y cerró los ojos. Se dijo a sí mismo:
«Sam vacilando pero con dos amigos detrás protegiéndole. Sin embargo, más inocente y amable que una abuela cuando está solo. Esta escena ya la he visto…»
Y prefirió no mirar cómo iba a terminar la escena.
Cuando la mañana terminó, Max llegó a su casa y no había nadie. Fue hasta su cuarto y dejó la mochila. Pensativo, salió hacia la cocina y recordó la caída sin fin que había vivido el día anterior. Se quedó dudando en el umbral de la puerta; posó lentamente el pie izquierdo hasta que comprobó que éste no se iba a caer. Aún con miedo, fue hasta el fregadero, cogió un vaso, se lo llenó de agua y bebió la mitad. Pero no ocurrió nada extraño. Respiró hondo, llenó el vaso con la otra mitad y salió hacia su habitación.
Sin embargo, al pisar su cuarto, en una milésima de segundo vio cómo todo desaparecía nuevamente y el adolescente reaparecía en otro lugar totalmente diferente, cayéndosele el vaso al suelo (éste aún de su habitación) con motivo del repentino susto. Sin necesidad de largas caídas; simplemente, el suelo y su alrededor habían cambiado.
Max pisaba ahora una particular y anticuada sala de estar. Tenía un sofá amarillento y viejo, una mesa de madera delante de éste, unas blancas cortinas que se levantaban con la brisa del aire y, al lado de una pequeña tele con el volumen muy bajo, había una mecedora con una señora de pelo grisáceo que cosía un oscuro vestido.
Punteaba concentrada y aliviada, con Max observándola a un par metros. Con naturalidad y sin quitar la vista al vestido, la señora mencionó sus primeras palabras:
–Adelante, adelante. Siéntate.
Max, temeroso, avanzó por la pequeña sala y alcanzó el viejo sofá. Solamente podía oír de fondo aquella televisión: unas risas en un programa de humor. La extraña mujer mayor todavía no le había mirado siquiera; seguía concentrada en su tejido.
–A ver, aquí tenemos otro más –comentó, cansada, como si hablara para sí misma–, imagino que lo de siempre.
–¿Cómo? –preguntó Max.
–Ay, Dios mío, qué vida ésta… –se quejaba ella sin quitar la vista de su aguja e hilo.
El varón, sin entender lo que estaba ocurriendo, observó su alrededor, pero no era más que un viejo y corriente piso en el que vivía la mujer.
–Uf, a ver, venga –comentó la señora como si estuviera cansada de repetir siempre lo mismo–, ¿tú eres…?
–Eh, Max. Soy Max Evolution.
–Ah, sí. Otra vez tú.
El chico guardó silencio, dejando solamente el sonido de la televisión. Luego, la señora prosiguió.
–Tranquilo, no es la primera vez que nos vemos, pero es normal que no te acuerdes. Tampoco recordarás nada cuando salgas de aquí, no temas.
Max negó vagamente.
–¿Pero dónde est…? –comenzó a preguntar, pero fue interrumpido.
–No hagas preguntas, por favor. No tienen respuesta. Al menos, tú no serías capaz de entenderlas –dijo la mujer, mirándole un instante y dejando de coser. Max abrió los ojos más aún–. No temas, solamente es un habitual juicio que solemos hacer con los jóvenes como tú. Además, te adelantaré que mañana perderás el autobús para ir a la salida cultural y te tocará correr detrás de él hasta alcanzarlo, mientras tus compañeros se ríen de ti.
Max, atónito, guardó silencio de nuevo. La mujer miró su reloj de pulsera.
–Ufff… Vale, ya me ha quedado claro que no eres tú. –Volvió a fijarse en el vestido, agarrando la aguja y el hilo–. Que pase el siguiente. A ti, hasta otra, joven.
Y, como si una enorme estrella fugaz pasara por allí, todo alrededor de Max desapareció y volvió a su habitación, justo en el instante en el que el vaso de agua reventaba contra el suelo y los cristales salían disparados en todas direcciones.