
5
El Paraíso
Al día siguiente, Max llegó tarde. Las palabras del Oráculo se habían cumplido, a pesar de ponerse el despertador hasta una hora antes, pero se paró poco antes de sonar. ¿Cómo era posible que hubiera acertado? Además, le había vuelto a repetir la cita de que él luego no recordaría nada, y no sólo sí podía recordarlo, sino que el muchacho no podía dejar de darle vueltas a todo. En la salida cultural, además, Max se volvió a encontrar con el viejo de boina, que se rió de él a lo lejos, y el Tren Fantasma le persiguió a plena luz del día en otro viaje sinsentido que duró un breve instante.
Cuando terminó la primera y extraña semana de curso, era hora de que llegara el fin de semana. Aunque Max comenzaba a acostumbrarse a que cada día fuera más surrealista que el anterior, aquel sábado tenía la sensación de que aquello iba a llegar mucho más allá sólo por el hecho de que la rutina variara. De todas formas, ¿para qué planteárselo? Él nunca había elegido nada de los extraños viajes que estaba viviendo día tras día. No tenía miedo, pero no podía evitar estar alerta ante cualquier alteración de la cotidianidad al caminar por la calle, como caerse al vacío o aparecer en algún extraño lugar fuera de Dastil.
El muchacho se dirigía al centro de la ciudad, caminando como si fuera un sábado más pero teniendo en cuenta que en cualquier momento las experiencias que había vivido los días anteriores se repetirían de una forma u otra. No quería quedarse encerrado en casa; quería salir aunque fuera a caminar sin más y dar una vuelta mientras encontraba alguna tienda de su interés o algún lugar donde toparse con algún conocido.
Alejándose de su barrio y caminando hacia el centro de Arla, Max tuvo que callejear durante varios minutos, dejando atrás casas de planta baja y entrando en avenidas con altos edificios. Aunque esperaba que alguna anomalía ocurriera tarde o temprano, y comenzaba a prepararse para ello, por el momento todo transcurría con normalidad. De hecho, en un determinado momento, una pareja de ancianos ocupaba toda la acera y no le dejaban pasar, por lo que el joven tuvo que estar esperando durante un largo intervalo, desesperándose y resoplando, hasta llegar a la siguiente esquina y poder adelantar a las personas mayores que no le dejaban avanzar.
Así pues, Max pisó el centro de la ciudad: gran ruido de coches, atascos, y una muchedumbre caminando y comprando un sábado por la tarde, como solía ser típico. La ancha acera por la que transitaba gente hacía que notara la sencillez de la ciudad, dejando a su izquierda una gran avenida donde los vehículos transcurrían en masa y, en ocasiones, a gran velocidad. Fue a cruzar la vía para llegar al otro lado cuando, a pocos metros de él, le llamó la atención una niña con un vestido rosa insistiéndole a su madre y que la tenía cogida de la mano.
–¡Jo, mamá, por fa! –exclamaba la niña dando pequeños saltos.
–¡Belina, te he dicho que no!
–¡Pero mamá, yo quiero! –continuaba insistiendo.
–¡Ya se ha acabado el verano! ¡Ya no hay más helados, Belina!
–¡Pero mamá…!
–¡Que no, Belina!
Aquella fue la breve conversación que Max escuchó mientras esperaba a que el semáforo de la avenida se pusiera en verde. Le hizo gracia aquella discusión, de la cual no pudo escuchar más porque tanto aquella madre como su hija continuaron su paso por la ancha acera.
Puesto el semáforo en rojo para los vehículos y en verde para él, Max volvió la vista al paso de peatones y comenzó a cruzar con normalidad.
¡BUM!
No tuvo tiempo de reaccionar. Algo gigantesco acababa de impactar contra él, había sentido un dolor extremadamente intenso y su cuerpo había sido lanzado varios metros, golpeándose de nuevo contra el suelo. Inconsciente, con todo el cuerpo magullado, el chico había quedado boca arriba tumbado en la acera con la mirada perdida. Había dejado de respirar y su corazón se había parado en el acto.
***
–¿Christopher Galveen? –preguntó una voz masculina–. Ah, sí. Adelante.
Y un hombre de edad avanzada atravesó dos grandes puertas de madera.
–¿Tina Creedey? –cuestionó el mismo hombre, que se encontraba encima de una tarima. Era alto, canoso y tenía un pergamino abierto.
–Aquí –respondió la voz femenina de una mujer muy bella.
–Umm, ¿no eres muy joven? –dudó. La muchacha se encogió de hombros–. Está bien, consultaremos el Karma. De momento pasa y permanece a la derecha. Espera a que pasen a recogerte, que será en breve –explicó, y la chica atravesó las puertas, que se cerraron tras ella.
Max se encontraba en una larga fila de gente en un entorno completamente de color blanco; solamente enfrente del grupo, que iba avanzando poco a poco, se veía un gran muro gris y dos puertas de madera.
–¿Steve Jackson? –volvió a preguntar el extraño hombre, y apareció otro varón longevo que levantó la mano–. Ya veo, ya. Ahora sí que era tu hora, Steve. Con las enfermedades los vernes no podemos hacer nada. Adelante. –Y sin recitar una palabra, el señor caminó hasta atravesar las puertas–. ¿Max Evolution?
Max comenzó a temblar al oir su nombre, ya que no sabía qué lugar era ese ni por qué se encontraba allí, pero visto lo que le llevaba ocurriendo los días anteriores, ya parecía acostumbrarse.
El varón, frotándose lentamente la barbilla, se quedó mirando al muchacho en cuanto éste se posó delante de él.
–Veamos… ¿Diecisiete años? Eres muy joven. ¿Crees que has hecho sufrir a alguien? –preguntó. El chico se quedó pensativo.
–No, señor. Bueno, cuando dejé a mi novia puede que…
–¡No me refiero a eso! –exclamó sin querer oír más–. ¡Está bien! –sacó un aparato delgado y rectangular de uno de sus bolsillos y lo tocó con el dedo índice–. ¿Nolan? –exclamó como si hablara con el teléfono móvil en modo manos libres–. Ya tengo dos en duda. Pásate cuando puedas. –Después, lo guardó y volvió a dirigir la vista al adolescente–. Pasa y espera a la derecha, vendrán a por ti en breve. Y estate tranquilo –añadió al ver su rostro temeroso. Levantó el pergamino y continuó leyendo mientras Max abría la puerta con cuidado y entraba–. ¿Sarah Wilson? –Y una mujer con cara borde e infeliz apareció. El hombre del pergamino negó con la cabeza al mirarla–. ¿Cómo se le ocurre intentar ahogar a su perro simulando un accidente y, finalmente, abandonarlo hasta que murió? –le regañó–. Tienes una cierta edad pero el Karma ha hecho que estés aquí por ello, no por tus años. Pasa. Serás juzgada, pasa.
Max atravesó las dos grandes puertas de madera y encontró una verde e inmensa pradera, un enorme mar a la derecha y una multitud que disfrutaba el entorno iluminado sin sombra alguna. A su lado estaba la muchacha que había pasado delante de él y que le habían indicado que esperara.
–¿Tú tampoco sabes si ya es tu hora? –preguntó. Max levantó una ceja.
–¿Cómo? –dudó ahora con una contenida sonrisa incrédula.
–¿No es la primera vez que vienes? A mí ya me pasó una vez –le contaba mientras Max se acercaba a ella–. ¿Nunca has sentido un déja vù?
Después, un joven poco mayor que Max y con el pelo rizado apareció delante de los chicos.
–¡Ah, Nolan! –exclamó la chica al verle aparecer.
–Trasgu… Trasgu… –recitaba mientras intentaba recordar–. ¡Jessica Trasgurent!
La fémina sonrió.
–Bien, aún te acuerdas de mí.
–¿Otra vez aquí? ¿Qué has hecho? –le preguntó, ignorando la presencia de Max. La joven se encogió de hombros–. Está bien, espero que siga sin afectarte el Karma, porque no creo que hayas fallecido de ninguna enfermedad tan rápido –aclaró Nolan, y miró a Max–. ¿Y tú eres…? ¿Max?
Éste, tímidamente, asintió con la cabeza.
–Ya veo. Imagino que Guido os habrá indicado que me esperéis aquí. Yo soy Nolan. Acompañadme.
Comenzó a caminar, cuando Max se fijó en una débil niebla blanca que había en el ambiente. Después, Nolan le dijo:
–Estarás sorprendido, es la primera vez que vienes. Tranquilo, cuando vuelvas no recordarás nada de esto –y sonrió–. Tú, de nuevo, tampoco, Jessica.
Max, en vez de preguntar por esa frase que comenzaba a odiar, sin embargo, dijo mientras sonreía irónicamente:
–¿Dónde estoy? ¿Qué me ha pasado?
–Nada. Bueno, estás muerto –respondió Nolan.
–¡¿Que estoy muerto?! –se asustó Max. Nolan no parecía preocupado.
–Acompáñame, y no te preocupes.
Nolan, Jessica y Max anduvieron varios minutos hasta encontrarse con una pequeña casa de madera. Nolan abrió la puerta, pero dentro no había más que una mesa y dos sillas.
–Max, pasa tú primero –le indicó Nolan–. Jessica, entiende que el pobre chico estará asustado y confundido.
–Sin problema –respondió ella amablemente.
Max pasó a una pequeña oficina iluminada que, al igual que el resto del extraño lugar, tenía luz propia: allí no había ninguna lámpara ni entraba la luz de fuera. Sin embargo, la claridad era muy fuerte y, por un segundo, cegó a Max. Detrás avanzó Nolan y cerró la puerta tras de sí. Sacó el mismo aparato alargado, rojizo y rectangular que anteriormente Guido había consultado, arrastrando los dedos índice y anular por la superficie mientras miraba a su alrededor, y la luz se reguló.
–Así mucho mejor, ignoro quién habrá necesitado tanta luz. Toma asiento –sugirió Nolan, señalándole una silla y sentándose en la otra. Tocó nuevamente el extraño aparato con su dedo índice y de él apareció en el aire una pantalla tres veces más grande que el instrumento, con pequeñas funciones aparentemente visibles–. Max Evolution, diecisiete años, de Dastil… –mencionaba en voz alta, leyendo la pantalla que acababa de surgir en el aire–. Supongo que te preocupará qué va a ser de ti ahora –el muchacho asintió con la cabeza, todavía con cara preocupada–. No es nada, hombre –comentaba mientras seguía consultando la pantalla–. De acuerdo. Puedes estar tranquilo, el Karma no te ha afectado. No has hecho nada malo. Vamos, que es hora de volver.
Max seguía sin entender ni una palabra de lo que le decía.
–¿De volver? –preguntó–. ¿Adónde?
Nolan sonrió y lo miró a los ojos.
–Max, todavía no es tu hora. Debes volver de donde vienes.
–¿Pero qué me ha pasado?
–Un fugitivo conducía un camión y te atropelló. No te dio tiempo a evitarlo y por eso estás aquí, pero puedes volver.
–¿Adónde? ¿A Dastil? ¿A la vida?
–Sí, claro. Sentirás el habitual déja vù porque tendré que transportarte un rato antes del accidente. Pero tranquilo, voy a tomar las medidas necesarias para que no se repita.
»Te lo explicaré brevemente para que lo entiendas: cada vez que alguien siente un déjà vu es porque el individuo ha muerto pero no era su hora y ha vuelto a la vida, burlando a la muerte de manera natural. Como te va a ocurrir a ti, hay a quien tenemos que enviar varios días o semanas atrás y siente un déjà vu más lejano. Tú, en esta ocasión, lo sentirás más cercano, que suelen ser más raros.
Max levantó una ceja y sonrió también, sintiéndose estúpido.
–Pero no lo entiendo. Es que si voy a volver un rato antes de accidente y ya sé que me va a atropellar un camión, lo más evidente es que lo evite, ¿o no?
Nolan rió. Luego, adelantó su rostro al de Max.
–No, porque cuando salgas de aquí, no recordarás nada –explicó. Se creó un silencio incómodo y, después, Max abrió la boca para hablar, pero Nolan lo interrumpió–. No hagas preguntas, por favor. No tienen respuesta. Al menos, tú no serías capaz de entenderlas. No puedo responderte a más; no tendría sentido siendo siendo un corriente humano como eres, ya que en tres, dos, uno, solamente sentirás el déjà vu del momento antes de morir. ¡Sayonara!
Y, como el sonido del chasquido de dos dedos, Max volvió a encontrarse de pie en su calle, cerca del jardín de su casa.
Miró la hora de su muñeca: las cinco y diez. Era imposible, pero allí se encontraba otra vez y podía recordar todos los detalles que le habían ocurrido estando muerto, a pesar de que aquel extraño llamado Nolan le había insistido una vez más en que no iba a recordar nada, pero Max lograba hacerlo. Miró atrás: en su calle se respiraba una tranquilidad normal y absoluta. Ya no estaba tan asustado; al contrario, ahora tenía ganas de investigar y llegar más lejos, por lo que se dirigió al centro de Arla e hizo el mismo recorrido que ya había transitado. Caminó por las mismas aceras, cruzándose con las personas que ya se había encontrado y topándose con la pareja de mayores que no le dejaron pasar hasta llegar a la esquina siguiente. Luego llegó hasta el centro de la ciudad, que estaba abarrotada de gente y de coches un sábado por la tarde.
Continuó avanzando hasta terminar en el semáforo en el que los automóviles circulaban muy rápido. Luego apareció de nuevo la niña del vestido rosa, cogida de la mano de su madre y pidiéndole un helado mientras daba pequeños saltos: exactamente las mismas palabras y los mismos gestos.
–Esto ya lo he vivido. Esto es un déjà vu –se dirigió a sí mismo en voz alta. Después, en su mente, continuó la frase–. Solo que esta vez soy capaz de recordarlo y no sólo de sentir que he vivido el presente…
El semáforo se puso en verde y, cuidadosamente, miró a la derecha y a la izquierda: ningún camión. Los coches se habían parado antes de llegar al paso de cebra y la gente cruzaba con normalidad. Percatándose de que ahora no había peligro alguno, el muchacho atravesó la avenida y no ocurrió nada.