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6

 

Más allá de la realidad

–¡Max! –exclamó Steve, sonriente, mientras bajaba escaleras hacia el vestíbulo de Hill School entre la multitud.
–Dime, Steve.
–Yo nunca pude estudiar Derecho –comenzó a recitar–. Atentamente: ¡el jorobado de Notre-Dame!
Steve rió a carcajadas mientras Max se quedaba congelado. Detrás de ambos apareció Gina, que también se dirigía a casa.
–¿Ya está Steve contando chistes malos? –preguntó a Max una vez alcanzado su lado. Después bajaron el resto de escalones con Steve aún detrás.
–Eso parece… –comentó Max.
–¡Eh, Gina! –la llamó Steve–. Campanilla hace galletas. ¡Y Peter pan! –se desternillaba él solo–. ¿Lo pilláis? Y Peter... ¡pan!
La mañana se había desarrollado con total normalidad, lo cual Max pudo afirmar, de nuevo, al ver en el vestíbulo a Alima y Acrima peleándose por unas pulseras de plata idénticas que tenían el mismo símbolo cada una: tres círculos superpuestos entre sí.
–¡Mentirosa! –exclamaba Acrima–. ¡Eres una copiona!
–¡Pero cómo puedes mentir tanto tú! ¡Siempre te copias todo de mí! –se quejaba Alima muy cabreada.
–Sí, definitivamente –afirmó Max a Gina– una mañana completamente normal.
Los dos amigos caminaban por la calle despejada. Max esperaba una pacífica conversación, pero no pudo ser: Gina estaba indignada por una pequeña pelea de egos con Stella.
–¿Tú te crees? –chillaba–. ¡La ha elegido a ella! ¿Cómo puede ser? ¿Te imaginas que saca más nota que yo en Francés?
–Bueno, el año pasado –se atrevió Max– hubo un par de ocasiones que…
–¡NO ME HABLES DE AQUELLO! –chilló tirándose de los pelos, y una mujer que pasaba por el otro lado de la acera los miró–. ¡Fue una trampa! ¡Un examen trampa para que aprobara ella! –Max la miró incrédulo, pero Gina no supo cómo interpretar aquella mirada–. Bueno, o eso, o tuvo mucha suerte. ¡Deberías saber que Stella…! –continuó gritando, pero cuando Max puso un pie al lado de una parada de autobuses, el suelo y todo su alrededor desapareció, transportándose a un lugar en el que ya había estado anteriormente: el salón de la extraña mujer que cosía.
–Hola, joven. Pasa, pasa. Bienvenido –recitaba una vez más, con sus rectangulares gafas puestas, sentada en el mismo sillón, con la televisión encendida y mirando la blusa que cosía sin parar, que ahora era de color azul oscuro.
Max caminó mirando a la señora, esta vez sin ningún temor. A aquellas alturas, a un salón particular con una mujer inofensiva cosiendo no le tenía ningún miedo. Ella, sin embargo, al ver la actitud de Max, levantó la mirada por primera vez.
–Qué extraño –recitó, observándole. Luego, volvió a bajar la vista para continuar cosiendo–. Eres de los pocos jóvenes que entra aquí con paso decidido y sin estar asustado –vaciló, y Max no supo cómo interpretar aquello y no respondió–. Pasa, pasa. Siéntate –insistió la mujer, señalando con el codo el sofá que había a su lado. Max se sentó con el único sonido de fondo de la televisión–. Verás, te preguntarás dónde estás, ¿cierto?
El muchacho contestó al instante y con firmeza.
–Pues sí, cierto.
–¡Vaya, veo que no tienes ningún miedo! –exclamó la mujer con una sonrisa–. ¡Eso te da puntos! Esta semana he visto a cuatro más que tú que tampoco aparentaban tener temor alguno al venir aquí.
Max, en esta ocasión, no se contuvo.
–¿Cómo que puntos? ¿De qué?... –preguntó con rotundidad–. ¿Me puede explicar qué es todo esto?
–Paciencia, joven. Si te lo explicara, no lo entenderías. Pero tranquilo, no recordarás nada de esto cuando te marches de aquí –e hizo un gesto sonriente, como si le encantara decir aquella frase a menudo.
–¿Que no lo recordaré? ¿Se refiere a la vez anterior que nos vimos? –preguntó ahora con inocencia.
Pero la señora dejó de coser y abrió los ojos lo máximo que pudo. Tanto, que incluso parecía que se fueran a salir de su lugar. Se quedó en dicha posición, sin pestañear y poniéndose blanca con el paso de los segundos.
–¿Hola? ¿Se encuentra bien? –insistió Max.
Pero la mujer no respondió. Fue girando la cabeza muy lentamente hacia el muchacho.
–¿La… vez anterior? –preguntó con voz entrecortada y temblorosa.
–Sí –respondió Max, esta vez sí, algo asustado–. En este mismo lugar. Además, desde hace tiempo que no paran de ocurrirme… digámoslo así, extrañas visiones; pequeños viajes a lugares que no consigo explicarme.
La señora abrió la boca y se produjo el silencio entre ambos. Solamente podían percibirse las risas del sonido de la televisión de fondo.
Después de un incómodo intervalo, la señora, por fin, logró decir algo más:
–¿Desde… desde cuándo?
–Pues desde hace una semana…, creo –explicó Max–. ¿Es malo? ¿Me está ocurriendo algo?
La señora no respondió. Lentamente, metió la mano en un bolsillo de su pantalón y sacó el aparato rectangular rojizo. La mujer lo tocó con su dedo índice y otra pantalla tres veces más grande que éste apareció en el aire. Dudando cómo actuar, dijo a Max:
–No es malo. De hecho, posiblemente seas la persona más afortunada que pisa la Tierra. Pero ahora tienes que volver, y yo tengo que… –resopló mientras negaba con la cabeza y bajaba el tono de voz–. Harvey me va a matar… –Volvió a aumentarlo–. Tengo que confirmar unas cosas.
Max no respondió; la observó después de su última frase y, un instante después, regresó al lado de la parada de autobús mientras caminaba con Gina, que se quejaba de Stella. El chico se encontraba con la mirada perdida en el suelo, aparentemente pensativo.
–¿Max? ¿Me estás escuchando? –preguntó Gina–. ¡Que te empanas, tío!
El joven miró a su amiga sin decir nada.
Esta vez, parecía que algo que ni comprendía ni sabía el qué, increíblemente, empezaba a coger sentido. Eso sí, en otro lugar lejos de allí. Además una desconocida le había llamado afortunado, ¿sería cierto?
Sin temor y con los pies en el suelo, Max dejó de preocuparse por un momento de sus pequeñas paranoias, mientras Gina seguía quejándose de Stella y el muchacho no la escuchaba.
***
El jueves a primera hora, Max se asomó por la ventana de su cuarto antes de marchar a clase. Aunque debería ser de día, las farolas estaban encendidas y parecía ser todavía de noche debido a una oscura e imponente tormenta, cuyos relámpagos y fuertes truenos resonaban e iluminaban la ciudad. Max tragó saliva e hizo un esfuerzo por perder el miedo. Agarró su mochila y partió camino al instituto.
La humedad vivía en el exterior y la lluvia caía con fuerza. Aunque tenía el paraguas en lo alto, debido al viento que arrastraba el agua era inevitable no mojarse gran parte de los pantalones. Los relámpagos destelleaban por toda la calle y, apenas un segundo después, el sonido de los fuertes truenos retumbaba en ella.
No parecía haber ni un alma caminando y apenas veía algún coche circulando. Desde luego, el tiempo era horrible, pero en cuanto alcanzara el vestíbulo de Hill School estaría tranquilo y no se tendría que preocupar más por él hasta la salida.
¡ZAS!
Max sintió como si todo su cuerpo se hubiera partido en dos. Un rayo acababa de alcanzarle, haciendo un ruido ensordecedor e iluminando toda la estancia. El chaval se desplomó en el suelo bocabajo, mojándose el lado derecho de la cara que había quedado al descubierto y perdiendo la consciencia en cuestión de segundos...
***
–¿George Gardner? –preguntó la aburrida y monótona voz de Guido que Max ya había escuchado anteriormente.
El muchacho abrió los ojos y vio la larga fila de gente delante de dos grandes puertas de madera. Mientras, seguían sonando más nombres.
–¿Mariah Heavenly? –y de la fila salió una mujer joven–. Mmm... –pensó Guido–. Me parece que, de nuevo, el Karma no te ha afectado y tampoco has caído en nada que los vernes no podamos evitar. Pasa y espera a la derecha, por favor.
El hombre nombró un par de personas más, siguiendo el mismo ritmo y rutina.
Leyendo la lista de nombres en el pergamino, parecía que le costaba pronunciar el que venía a continuación. Miró la fila de personas buscando a alguien en particular:
–¿Max Evolution? –dijo casi como una afirmación.
El chico levantó la mano tímidamente y se acercó mientras Guido le seguía con la mirada, como si el chaval fuera alguien importante a quien estuviera esperando. Sin quitarle ojo, sacó el aparato rectangular, lo tocó con el dedo índice y esperó unos instantes.
–¿Nolan? Antes de que recojas a los muertos no afectados por el Karma, pasa por aquí. Ya ha llegado…
Poco después, el joven Nolan, con el que Max ya se había encontrado, apareció a través de las puertas de madera, contemplando al adolescente y acercándose a él sin perderle con la mirada. Luego lo cogió del hombro y lo alejó de la fila mientras Guido seguía con la lista de nombres.
–Siento… mucho que te haya ocurrido todo esto… –explicó. Max dudó.
–¿Es que es malo? Si ayer una señora me dijo que…
–¡No! ¡Siento la confusión…! –se pasó la mano por el pelo, despeinándose–. ¡Max, no tenemos tiempo! ¡Tengo que decirte esto rápido!
Nolan se quedó un instante sin hablar, como si las palabras se le atascaran y no hubiera forma de que salieran.
–Escucha, chico, seré breve: coge el espejo que encuentres por tu camino. Después, sigue tu destino hasta encontrar otro igual y allí, con tus ojos, busca el abismo para llegar Más allá de la realidad.
–¿Qué? –preguntó, atónito.
–¡Tú sólo quédate con lo que te he dicho! Hazme caso. Yo no soy el responsable de darte explicaciones, chico. Sigue los pasos. Te necesitamos. Los vernes te necesitamos.
Max volvió a quedarse sin habla. Nolan cogió aire y se tranquilizó un poco para añadir:
–¿Crees que no encajas en el mundo? Busca el abismo y llega Más allá de la realidad. Llegarás a un lugar donde todo es posible.
Se hizo el silencio, ya que Max permaneció mudo.
Pero Nolan continuó insistiendo:
–Tú hazlo –exclamó, y un instante después, Max apareció de nuevo mirando por su ventana, observando la temerosa tormenta de septiembre. Recordando, por supuesto, de dónde venía.
–Ahora no debería caerme ningún rayo… –recitó en voz alta para sí mismo, subiendo la mirada a las rebeldes nubes–. Pero ¿un espejo, ha dicho?
Colmado en la duda, no perdió ni un instante más: agarró su mochila y paraguas y repitió el mismo recorrido. Pudo diferenciar los grandes y ruidosos relámpagos e incluso feroces rayos en la lejanía, pero no encontró ningún espejo. Nolan claramente le había dicho que recogiera uno en su camino y, después, buscara otro igual. No terminaba de entenderlo, pero tampoco hallaba ninguna pista.
Enfrente ya se encontraba su instituto y no había visto ningún espejo. La tormenta tampoco cesaba.
Max observó las puertas que conducían al vestíbulo, como si sintiera que había llegado al final de su recorrido.
–Maldición –recitó en voz alta en la soledad, pues por allí parecía que no había nadie más rondando.
Fue en el instante en que iba a adelantar un pie cuando, en la misma acera, un pequeño y mojado espejo cuadrado del tamaño de un palmo yacía tal cual. Max se sorprendió como pocas veces. Nolan tenía razón: iba a toparse con un espejo, aunque el muchacho no comprendía para qué exactamente. Cerró el paraguas, mojándose debajo de la lluvia. Lo dejó en el suelo y agarró el cristal, que aparentemente no tenía nada de especial. Por detrás parecía de una madera común y por delante su mojado reflejo le mostraba el mismo rostro que cualquiera que se hubiera encontrado antes.
Con el espejo debajo del brazo y olvidándose del paraguas, se adentró en el vestíbulo de Hill School y, de ahí, ascendió por las escaleras que le conducirían hasta su clase de octavo de CBE. Aunque debería de estar pensando en el espejo y en la cita de Nolan, fue en aquel instante cuando Max recordó que aquel día tenían clase con Alison a primera hora. Y, según su reloj, llegaba cinco minutos tarde.
–Oh, no. La que me espera…
Max aceleró el paso y dejó atrás puertas y más puertas, entre ellas, la abierta de un aseo que miró de refilón y encontró su reflejo encima del lavabo. Continuó su andadura hasta alcanzar el aula y posó su mano en el manillar de la puerta para abrir, cuando se dio cuenta que estaba dejando pasar algo por alto.
Pues claro: a cualquier profesor, como mínimo, le gustaba que tocaran a la puerta antes de abrirla cuando se llegaba tarde. «Cuestión de educación», como diría Alison. El muchacho levantó la mano y cerró el puño para golpear la madera, pero se dio cuenta que, de nuevo, estaba dejando pasar algo por alto.
Efectivamente: ¿qué iba a decir Alison al ver a Max llegar con un espejo bajo el brazo a primera hora de la mañana porque sí? ¿Qué sentido tenía? ¿Qué contestaría cuando le preguntara su profesora o sus compañeros por él? Pero, aun así, se dio cuenta que estaba dejando pasar algo más por alto.
¡Claro! El segundo espejo con el que se toparía por su camino, según Nolan. Pero no se había encontrado con ninguno más. 
Ignorándolo, tocó tres veces a la puerta y después la abrió.
–Buenas, ¿se puede? –preguntó. Alison, que estaba explicando un ejercicio en la pizarra, miró al chico inmovilizada. Max permaneció todo mojado en la puerta, con el espejo bajo el brazo.
Alison se dirigió al resto de la clase.
–¿Vosotros no aprendéis de modales? ¿En vuestra casa no os enseñan qué es lo correcto? –regañó, y volvió la vista a Max, el cual intentó defenderse con una disculpa.
–Siento llegar tarde.
Alison volvió la vista al resto de los alumnos y prosiguió:
–Cuando se está en clase y se llega tarde, no se dice –puso acento de niño de cinco años– «Buenas. ¿Se puede?» –y una carcajada de Kevin y de Sam llegó a los oídos de Max–. Cuando se llega tarde, no se interrumpe la clase para perder más y más tiempo: se accede a ella en silencio y sin interrumpir, es decir, CON-E-DU-CA-CIÓN.
Se hizo el silencio mientras seguía perdiéndose más y más tiempo. Max esperaba, dudoso, en el umbral. Alison ahora miraba al chaval con los brazos cruzados y con cara de pocos amigos, hasta que el chico se atrevió a abrir la boca.
–Bueno, ¿entonces puedo pasar o no?
–¡NO! –gritó al instante, retumbando en el aula y en el pasillo, y Max, junto con varios alumnos, dieron un pequeño salto–. ¡Fuera de clase!
El joven bajó la vista y cerró la puerta sin apenas hacer ruido. Después, se sentó en el suelo.
–Así que castigado por Alison. Genial. Espero que no empiece a mandarme copiar cien veces un «No llegaré tarde a clase».
Miró a su alrededor porque tenía la sensación de que seguía dejando pasar algo por alto, pero no lograba captar el qué.
Cogió el espejo y lo observó detenidamente. No era más que un espejo corriente. Lo volvió a depositar en el suelo cuidadosamente…
De pronto, dio un salto y se puso en pie.
–¿Cómo he podido ser tan idiota?
Rápidamente agarró el cristal, dejando en el suelo su mochila, hasta acceder al baño por el que había pasado en el camino a clase. No se había equivocado: había un fino espejo colgado en la pared. Era el segundo que estaba buscando. Cerró la puerta del aseo y se miró en el reflejo del cristal pequeño.
–…con tus ojos, busca el abismo –recordó Max.
Cuidadoso y temeroso, cogió el espejo pequeño y lo posó enfrente del que había en la pared, sin saber qué iba a ocurrir. Miró el reflejo del pequeño a través del grande, moviéndolo en todas direcciones. ¿Y si tenía que buscar algo que hubiera en la sala?
Esperando encontrarse con cualquier anomalía, Max lo movió de manera que veía el techo, las esquinas superiores, las paredes de los costados, el suelo… Buscó por todos los rincones. Pero no ocurría nada.
«Busca con tus ojos el abismo», le había indicado Nolan, pero no lograba entender a qué se refería.
El chico lo intentó por segunda vez: movió el pequeño espejo, observando su contenido a través del grande en todas direcciones, lentamente, intentando fijarse en cualquier anomalía del entorno. Pero seguía sin ocurrir nada.
–Qué extraño… –murmuró.
Sin embargo, inconscientemente y a punto de rendirse, mientras exclamaba tales palabras, había colocado el espejo en una posición en la que podía crear con el mayor un pequeño túnel…
No obstante, se apartó de un salto: su cuerpo había tendido a desplazarse hacia el interior del pasadizo que había creado, sin que él forzara ninguna acción.
Después de un pequeño susto que había hecho que su pulso se acelerara, el muchacho volvió a apuntar al grande, tal y como había comenzado. Observó el reflejo diminuto, buscando formar un largo túnel y, tal y como decía Nolan, Max encontró el abismo.
Su cuerpo salió despedido hacia delante, atravesando a gran velocidad la travesía que él mismo había creado.
Voló con el potente viento en la cara por aquel pasadizo formado por franjas cuadradas donde la luz se iba y venía rápidamente.
Segundos después, cayó de pie en suelo sólido.
La sala en que ahora se encontraba era una habitación redonda, oscura y fría pero acogedora, y sin ninguna ventana ni puerta. Las paredes hechas de mármol negro reflejaban una luz celeste que provenía de una fuente de agua en el centro de la sala, que hacía el papel de la elegancia principal.
–Bienvenido Más allá de la realidad, señor Max Evolution –recitó una voz femenina y cordial que provenía del agua–. Se encuentra en nuestra sala de espera, conocida como Zona Neutra. Por favor, póngase cómodo y espere unos instantes para ser atendido.
Max dibujó media sonrisa y soltó una débil carcajada al haberle hecho gracia la curiosa bienvenida. Miró atrás y vio una pequeña tarima de piedra negra adosada a la pared que hacía la función de banco para sentarse.
El chico se sentó en el mármol, esperando que algo ocurriera. No tenía miedo y estaba expectante ante lo que pudiera ocurrir de un momento a otro. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el espejo pequeño había desaparecido y no se encontraba ni en el suelo ni en la tarima de mármol en que se había sentado.
Miró la redonda fuente que soltaba agua y brillaba con luz propia. ¿Dónde se encontraba? ¡Qué más daba! Estaba claro que aquello tenía mejor pinta que los anteriores lugares que había pisado sin que él lo pidiera.
Después, la voz cordial volvió a resonar:
–Por favor, toque el triángulo verde para acceder a Vermat, en el Mundo Espejo.
Decidido, se levantó y fue hasta un triángulo verde cuyos lados estaban redondeados y que se encontraba al otro lado de la fuente, en la pared.
Max tocó la luz y, sin desaparecer el triángulo, unas pequeñas y brillantes luciérnagas comenzaron a correr por la negra pared de la habitación, dejando tras de sí una estela verde. Dibujó, en cuestión de segundos, dos enormes puertas. El triángulo verde continuaba allí, pero a su alrededor habían aparecido tres círculos superpuestos, perfectamente dibujados, y que compartían un campo en común los tres: era el triángulo verde de costados redondeados que Max acababa de tocar.
–Por favor, pulse de nuevo el triángulo verde para acceder a Vermat.
Así pues, Max tocó la luz verde, las puertas se abrieron lentamente y se adentró en un mundo oculto y paralelo al suyo.

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