
10
One step from paradise
–¿Te liaste con Juli?... No me lo habías contado, ¿o no te acordabas? –preguntó Janet a su amiga por Skype el domingo por la noche, cuando Roxy ya había llegado a casa.
–No, o sea… eh… Si a mí Juli…
–Oye, el chico no está nada mal, ¿no me digas que no te gusta?
–Bueno, o sea… digamos que nunca me lo había planteado. Pero sí, como dices, no está nada mal el chico… No sé…
–No te veo muy convencida.
–Sí, ya te digo: no está mal, pero mejor lo dejamos ahí.
–¡Pero si os acabáis de despedir y ya estáis marujeando otra vez! –interrumpió la voz de Mario, que había entrado en la habitación sin avisar.
–Mario, por favor, vete –autorizó Janet, severa y sin paciencia.
Mario levantó las manos, bromeando para cumplir la orden, e hizo ademán de salir.
–¡Espera, tía! –exclamó Roxy–. ¡No lo eches, pregúntale lo del fin de semana que viene!
–¡Ah, sí! ¡Es verdad! –se volvió a su padre–. Mario, ¿el fin de semana que viene puedo ir a Madrid?
Roxy se llevó las manos a la cabeza. Aunque era lo que quería que le preguntara, aquella no era la manera. Mario tambaleó la cabeza.
–Pues no sé… Quizá le pregunte a tu madre.
Janet se acordó del consejo que le dio su amiga madrileña una vez, dándose cuenta que aquella no había sido forma.
–Mario, olvida lo que te he dicho
Éste levantó una ceja sin entenderla.
–¿Qué tramas? –preguntó Mario con media sonrisa.
–Que lo olvides. ¿Lo has olvidado ya? Vale –manifestó, y Mario alucinó levemente–. El fin de semana que viene voy a Madrid –afirmó ahora con rotundidad.
Roxy desde su casa empezó a reírse a carcajadas. Mario lo captó.
–Divina juventud, yo también le hacía eso a tu abuela: lo afirmaba directamente en vez de preguntarle.
Mario estuvo a punto de decirle que sí, cuando Flor había escuchado lo último y apareció en la habitación.
–¡De eso nada! ¡Janet! –gritó su madre, estúpidamente–. ¡Mañana tienes los exámenes y no has hecho nada en todo el fin de semana! –Mario borró su sonrisa y comenzó a salir de la habitación–. ¡Y ahora otra vez delante del ordenador! ¡Apaga eso de una vez!
Janet también borró su sonrisa y la miró con odio.
–¡Y ya estás planeando escaparte también el fin de semana que viene! ¡Pues ya ha llegado septiembre y las cosas no pueden seguir así! ¡Verás los exámenes de mañana, verás!
Flor continuó reprochándole cosas durante un rato hasta que salió de su cuarto, dando un portazo.
–Bueno, tía –continuó Roxy tras oír a su madre y viendo que Janet estaba a punto de romper a llorar–, mi madre a veces también se pone así, es propio de ellas, supongo que será porque se preocupa demasiado…
–¡Nada de eso! –chilló Janet– ¡Mi madre siempre ha sido así de imbécil, siempre! Nunca ha estado contenta conmigo ni con nada de lo que he hecho en mi vida. Siempre ha vivido para echarme la bronca y dejarme por los suelos. ¡Nunca me ha mostrado un mínimo de cariño o de aprecio! ¡Ni tampoco de respeto por cómo soy! ¡Estoy harta de ella!
Roxy guardó silencio, escuchando atentamente. Ni Flor ni Mario la oían.
–Además –continuó Janet– esto es un asco. Esta época es una mierda. No quiero seguir aquí. Quiero que llegue el día en que vuelva a los años ochenta y me quede para siempre. Echaría de menos a mi padre, no te lo negaré…
–¿Y a mí?
–¡Tú te vienes conmigo! –aclaró Janet, y Roxy carcajeó.
–Desde siempre he sentido como que no pertenezco a este lugar. Y ahora, cada vez que hemos ido atrás en el tiempo, ha sido como estar en el paraíso; en la verdadera época en que debería quedarme y vivir. No aquí, que no sé qué hacer con mi vida, estoy todo el día discutiendo con mi madre y no me gustan las aficiones y la música moderna…
Poco después, Janet cerró el ordenador y se puso a repasarlo todo para el día siguiente. Se notaba cansada, ya que viajar en el tiempo siempre tenía ese tipo de repercusiones: cansancio y malestar, como si apenas hubiera dormido pocas horas.
No habían llegado las once de la noche cuando la muchacha se echó a dormir, totalmente a oscuras y con la puerta cerrada. Al día siguiente tendría sus exámenes de recuperación de septiembre y ya había echado la suerte al cielo. Desconocía cómo le saldrían, pero aquello no era lo que más le preocupaba en aquel instante.
***
Los primeros rayos de sol iluminaban la habitación de Janet, totalmente cerrada pero iluminada a través del cristal de la ventana mientras la muchacha dormía, instantes antes de despertarse de golpe.
–¡No tienes ni idea! ¿Te enteras? –chillaba Flor a su marido–. ¡Ni idea!
Janet se despertó confusa y con una extraña sensación en el ambiente, pero no era la misma de cuando viajaba en el tiempo con Roxy, pues esta vez se notaba más descansada.
–Flor, ya vale. Ya está bien –decía Mario, contundente.
Janet cogió corriendo su iPhone encima de su mesa y miró la hora: las diez y cinco de la mañana. ¡Se había quedado dormida! ¡El primer examen empezaba a las nueve y al segundo ya no llegaba!
Fue en aquel momento cuando comenzó a encontrarse mal, se le aceleró el corazón sintiéndose tan, tan decepcionada consigo misma como pocas veces en sus dieciséis años. Sin embargo, por la conversación que oía desde fuera, sus padres no tenían la constancia de que ella seguía en su habitación; pensaban que se había levantado a las ocho de la mañana para irse al instituto.
Se oyeron los pasos de Flor caminando hacia la cocina. Mario seguía en silencio, sin mover un pie. Su mujer volvió a su posición inicial.
–¿Cuántas veces van ya? –preguntó con ira y rabia en sus ojos.
–¿Que tengo que irme? –intentó aclarar Mario.
–Sí. Pero también las veces que acabamos gritándonos.
Mario guardó silencio de nuevo, sin saber qué contestar, mientras también se llenaba de ira y rabia por la última frase escuchada.
–¡Si eres tú la que grita! ¿Quieres irte? ¿Separarte? ¿Divorciarte? Es lo que estás pidiendo cuando gritas. Si es lo que buscas, aprovecha porque están a punto de ilegalizar el divorcio, ya lo has visto por la tele –comentaba Mario perdiendo la paciencia mientras Flor paseaba de derecha a izquierda.
–¿Qué te hace pensar que quiero separarme o divorciarme de ti? ¿Lo dices por el monstruo de hija que has creado y de la que nunca estuve de acuerdo? ¡Por Dios, Santo Bendito, podría ser una niña normal y mira lo que es! ¡Una antisocial, una vaga, una persona reprochable! ¡No tiene amigos, sale a la calle sola y en su clase apenas se comunica con alguien! ¡No va a ser nada en la vida, no sale de su habitación y de escuchar esa música que tú le has enseñado!
Mario cogió aire, mirando al infinito. Tuvo mucha, mucha paciencia. Apretó los ojos y contestó a su mujer.
–Mira, Flor. Cuando yo te conocí, cuando nos casamos, cuando nació tu hija…, tú no eras así. No haces más –Flor ya estaba negando con la cabeza– que intentar ridiculizar y enfrentarte a todo el que tienes delante de ti. Pones de excusa que no te gusta cómo viste tu hija y que yo tengo que estar siempre de viaje, pero cuando comenzábamos como pareja no ponías ninguna pega e incluso venías a verme aquí y allá. Cuando nos casamos, igual. No eres feliz –su mujer seguía negando con la cabeza, como gesto de que no tenía razón–, lo estás demostrando, pero no entiendo por qué. Tu hija, ahora que no me oye, está hartísima de ti, ¿o es que no lo notas? Sólo espero que nunca se entere de lo que piensas de ella porque si no podría…
No había terminado de recitar su último enunciado cuando Flor estalló:
–¡Estoy harta de estar viviendo con un par de… de…! ¡Cualquier día nos registra la policía la casa y los tres nos vamos a la puta cárcel por vuestros discos y vuestras tonterías!
–¡No era ésa la opinión que tenías cuando nos conocimos! –chilló Mario–. ¡No te gustaba, pero la respetabas! ¡Aceptabas al que era diferente a ti! ¡Te enamoraste de mí a pesar de nuestras diferencias, y yo me enamoré de ti!
–No tienes ni idea.
Y Flor se marchó. Se fue dirección a la cocina y luego a su habitación. Janet no cabía en su asombro escuchando los gritos.
Cuando Mario y Flor se conocieron en 2027, veinticinco años atrás, muchas cosas habían cambiado y otras aún estaban por cambiar en la sociedad. Fue en una manifestación por la educación pública, pocos años antes de que se ilegalizara el absoluto derecho a manifestarse, donde ambos coincidieron, y antes de que se aprobara una nueva Constitución más conservadora y autoritaria que la de 1978. Mario estaba en tercero de carrera y Flor había comenzado a trabajar poco antes en la panadería. De ideas muy parecidas, pero musicalmente opuestas, Flor acabó aceptando a Mario tal cual era. Incluso en alguna ocasión, por entonces, había mostrado interés en su música; en aquellos discos y vinilos que coleccionaba, en aquellos viajes que hacía al extranjero para ver los pocos grupos de metal que quedaban en pie. Por supuesto, Flor también acabó aceptando que Mario ya llevara el pelo largo, siempre recogido en una coleta debido a que ya no estaba permitida su imagen rebelde e insumisa al sistema.
A Janet ya se le había olvidado que había faltado a los exámenes que se había preparado durante todo el verano. Sólo eran dos asignaturas, por lo que al menos no repetiría curso, pero aun así las llevaría arrastrando durante todo el curso siguiente. Y, por supuesto, intentaría por todos los medios que sus padres no se enteraran de lo que le había ocurrido o, lejos de una buena bronca que se llevaría, sería echarle más leña al fuego, cuando su situación familiar parecía estar peor que nunca.
***
Después de una lenta, aburrida y larga semana, el viernes Janet regresaría a Madrid. Mario le volvió a acompañar como en anteriores ocasiones hasta el aeropuerto, donde llevaba su equipaje para los próximos dos días.
Caminando por el mismo, su padre se atrevió a preguntarle:
–Oye, Janet, ¿vais a salir esta noche o mañana?
–Pues algo me ha comentado Roxy. ¿Por?
Mario puso cara amarga, como si no le gustara que salieran aquella noche.
–Pues porque quiero que tengáis cuidado. Últimamente están dando el toque de queda también los fines de semana y, según he oído en la radio, muchos clubes nocturnos ya no abren por temor.
–¿Temor a qué? –se atrevió a preguntar Janet. Mario se paró en seco.
–Por otra Gran Guerra. Ya lo habrás visto por la tele, está todo muy revuelto por el mundo. Y no nos libramos ninguno de los países que nos encontramos en la OTAN…
Janet tuvo que aceptarlo. Sí que era verdad que había visto por la tele diversas referencias al tema.
–Por lo que –prosiguió el hombre– están enseguida dando el toque de queda en cuanto las cosas se salen un poco de su sitio. Esta guerra que está a la vuelta de la esquina no será entre europeos, sino una Gran Guerra entre oriente y occidente. A eso súmale el caos que significaría que la gente saliera a la calle como está pasando en el este de Europa y con disturbios y muertos a diario. Y más ahora que las desigualdades sociales son más grandes que las que hubo en todo el siglo veinte. Por eso te aviso, hija: las cosas pueden ponerse más feas que nunca estos próximos días si fuera ahora cuando oficialmente estallara la Tercera Guerra Mundial, por lo que puede incluso que den el estado de excepción. El estado de guerra, vamos. Peor que el toque de queda.
Mario miró a Janet, como dándose cuenta del rollazo que le acababa de decir.
–Anda, hija, dame un abrazo, que no va a pasar nada. Tampoco pretendía darte miedo.
Mario se agachó un poco y le dio un abrazo a su hija.
–Siento preocuparte con este tema. Yo lo estoy y mucho, pero ahora toca divertirse, al margen de los difíciles tiempos que estamos viviendo y que, por desgracia, parece que nos va a tocar vivir a partir de ahora. Lleva mucho cuidado, ¿me lo prometes? Y pásatelo muy bien. No nos queda otra que disfrutar del momento.
Janet asintió.
–Te lo prometo, Mario.
–¿¡Me quieres llamar papá de una vez!?
-¡Mario! –exclamó con una sonrisita. Janet no quería perder el sentido del humor.
Mario carcajeó y se dieron otro abrazo, esta vez algo más largo.
–Pase lo que pase, sólo te digo, Janet, que me hagas un favor –se mantuvo callado unos segundos mientras la contemplaba con satisfacción–. Pásatelo todo lo bien que puedas, ¿está claro? –y le guiñó un ojo.
Janet también sonrió y asintió con la cabeza. Acto seguido, Mario le dio a su hija una bolsa de papel con algo de comida que le había preparado, como hacía habitualmente cuando viajaba.
–¡Ufff, papá! ¡Digo, Mario! –rechistó Janet–. ¡Que sabes que con los nervios del viaje no como nada en el avión!
–Cállate y llévatelo a Madrid –dijo, contundente, y su hija cogió la bolsa.
El avión despegó puntual y Janet, poco después, aterrizó en el aeropuerto Adolfo-Suarez Madrid Barajas, donde la esperarían Roxy y su madre. Poco después, llegarían a su piso cerca de la Gran Vía, en pleno centro de la capital.
En la habitación de Roxy, Janet acababa de entrar con la muchacha morena cuando le preguntó por los planes que había para esa noche.
–Hoy he quedado con dos coleguillas que vienen de Galicia, pero que nacieron en Tarragona. Estuvieron en el concierto y en la cena, pero no tuvimos apenas contacto con ellos, por lo que no te acordarás. Quedaremos con ellos un rato aunque sea, rollo después de cenar. Si hay toque de queda nos volvemos a casa, aunque total, si nos ven por la calle seguramente nos detengan igual… Hay que tener cuidado. ¿Crees que esta noche o mañana por la noche volveremos a los ochenta?
Janet asintió con seguridad.
–Hemos de volver. Y sé que tú también lo estarás deseando más ahora.
Roxy no pudo evitar mirar al suelo, lanzar una ligera sonrisa y sonrojarse un poco. Evidentemente, Janet se estaba refiriendo a Juli.
Por la noche, alcanzaron la calle en que habían quedado con los dos amigos de Roxy: Vicent y Gerard, dos catalanes que llevaban varios años buscándose la vida en Galicia. Ambos, hermanos, llevaban el pelo moreno, no muy largo pero suelto. Cada uno con un chaleco plagado de parches de metal extremo (Kreator, Napalm Death, Exodus, Pantera, Muro, Accept…), con una muñequera de pinchos, un cinturón de balas y unas zapatillas.
–Vais auténticos, tíos –comentó Roxy mientras se acercaba a ellos para saludarles–. Espero que la pasma no os vea esta noche.
–No, que va –negó Gerard, que estaba a la izquierda–, aunque total, haya o no toque de queda, seremos ilegales de igual manera. Más vale que no nos vean los maderos y punto.
–¡Justo eso le he dicho antes a ella –y Roxy señaló a Janet– en mi casa!
Roxy se los presentó y comenzaron a andar. Las dos amigas, salvo por su pelo enlacado y cardado, no iban tan imponentes como ellos, que hasta llevaban cinturones de balas. Portaban cada una un mero chaleco de cuero con tachuelas y debajo el logo de un grupo en su camiseta.
Llegaron a un pequeño bar que hacía esquina y en el que había poca gente. En el mostrador había dos jóvenes: un chico con el pelo rapado y una muchacha rubia.
–¿Queréis algo de beber? –preguntó Vicent a las dos amigas. Ambas se miraron sin saber qué responder.
–¡Sí! –contestó Roxy, improvisando–. Ponnos dos… cerv… ¡Coca-Colas!
A Janet le hizo gracia y les sirvieron los refrescos.
–O se bebe en los ochenta –explicó Janet a su amiga en voz baja mientras Vicent y Gerard pedían música– o no se bebe nada de alcohol. Veo que estamos de acuerdo.
Comenzó a sonar Raining blood de Slayer. Los pocos clientes que había, al instante, abandonaron el local. Los dos catalanes comenzaron a reírse al ver la mencionada reacción de los terceros.
–¡Hale, a casa a dormir! –exclamó Gerard entre risas.
La velada transcurrió en aquel vulgar bar de Chueca, a persiana cerrada, escuchando thrash metal y que parece ser ponían en ocasiones puntuales. Y es que ya no existía ningún bar heavy en 2052. Aquello era lo que más se le asemejaba a la época en que había a montones y donde, incluso, se podía elegir un pub u otro según el género de metal que se quisiera escuchar.
A las tres horas de estar allí, conversar y mover la cabeza un rato con algunas canciones, los cuatro invitados decidieron volver a casa, pues no había mucho más que hacer aunque estuvieran en una ciudad tan grande como era Madrid.
Marchaban por la acera en la oscura y silenciosa noche cuando Vicent fue el primero en hablar.
–¿Vais a casa? –preguntó a las dos amigas, que asintieron– Os acompañamos, aunque esté cerca.
–No hace falta, tío –contestó Roxy, cuando en aquel instante un hombre corpulento se acercó a ellos por su izquierda.
–Perdonad, chavales –éstos no dejaron de andar mientras el varón se aproximaba rápidamente–. No tendréis un cigarro, ¿verdad?
Aquel hombre tenía la cara arrugada pero rozaría los cuarenta años. Aparentaba ser fumador habitual.
–No fumamos, lo siento –contestó Gerard ágilmente.
El extraño se adelantó y se puso delante de ellos.
–¿Qué hacéis en la calle? ¿No sabéis que hoy hay toque de queda?
Todos pararon en seco.
–Toque de queda hubo ayer –respondió Gerard–. Hoy es viernes, hoy no hay.
E hizo el impulso de caminar de nuevo.
–Hoy hay toque de queda. Lo han anunciado por los altavoces hace un rato.
Los cuatro se miraron. Dudaban de si el individuo les estaba engañando o no.
–Venga, hombre. Nos estás tomando el pelo, ¿verdad? –se atrevió a decir Vicent.
–No, os aseguro que no os tomo el pelo –se metió la mano en el bolsillo y sacó su placa oficial de pertenecer a la Seguridad Española, un cuerpo similar al de la Guardia Civil en el año 2052 y que ejercía de autoridad suprema.
Acto seguido, apareció un hombre por un costado de ellos y otro por detrás, acorralándolos.
Los cuatro jóvenes pusieron cara de horror.
–Toque de queda y con esa imagen nos atrevemos a ir por la vía pública –proclamó éste–. Quedáis detenidos.
Como si hubiera surgido una explosión en medio del cuarteto, salieron disparados como rayos simultáneos hacia todas direcciones, saltando coches e intentando pasar por al lado de los policías para escapar. Gerard fue al primero que agarraron de su chaleco, mientras los otros tres lograron huir por el asfalto. Las dos amigas, por su pequeña estatura y agilidad, lograron vencer que las agarraran al pasar cerca de ellos y rozarles.
–¡Gerard! –gritó Vicent a su hermano–. ¡Huid, chicas, huid! –exclamó a las dos amigas mientras uno de los tres agentes corría hacia ellas. Él se atrevió a regresar e intentar rescatar a su hermano pequeño de la autoridad.
Janet y Roxy comenzaron a correr a toda velocidad con el policía siguiéndoles muy de cerca. Janet no sabía llegar a casa de Roxy, por lo que tenía que seguir a su amiga, quedándose un poco atrás y dependiendo de los movimientos que hiciera la madrileña.
Al llegar a una esquina, las dos amigas se separaron sin que fuera intencionado. Janet siguió recto mientras Roxy giró a su derecha, dirección a su casa. El hombre que iba detrás de ellas fue a por Janet, la cual, asustada como nunca, comenzó a correr y correr.
–¡Janet! –exclamó Roxy. Miró hacia atrás pero la calle estaba desértica. Y, con las mismas, fue detrás de ellos, corriendo a toda velocidad mientras pensaba en algo, ya que Janet no sabía llegar a su casa.
Desembocaron en la Gran Vía con sus anchas aceras llenas de gente. Por allí paseaba tranquilamente algún agente más, entre toda la multitud que salía de cenar y se iba de fiesta un fin de semana más.
–¡Era mentira! –exclamó Janet sin dejar de correr– ¡No había toque de queda, era una excusa para asustarnos y detenernos por cómo vestimos!
Janet continuó avanzando a toda velocidad y se metió entre la multitud, intentando camuflarse.
La muchedumbre que había alrededor de Janet intentaba alejarse al verla o la observaba de forma extraña mientras el policía la buscaba entre la gente. Roxy entró en la Gran Vía a través de otra vía, intentando no perder de vista a su amiga. Tuvo que abrir mucho los ojos para que tampoco la detuvieran a ella mientras marchaba.
Janet seguía camuflándose como podía, hasta que alguien la agarró por detrás.
Un agente la apretó con su robusto y enorme antebrazo y la arrastraba hacia un furgón de la Seguridad Española, ahogando a la joven que se quedaba sin aire.
Roxy los alcanzó y contempló a Janet colorada y asfixiada.
A Janet le hubiera gustado decirle a su amiga que corriera, pero era imposible. A pocos metros se llevaban esposados a Gerard y Vicent, sus dos amigos. Los metieron en un coche corriente, como si hubieran cometido un crimen, y el vehículo se perdió de vista.
El agente que agarraba a Janet carcajeó al ver la escena. El resto de policías de paisano que custodiaban la zona se acercaban en todas direcciones. Roxy estaba paralizada y no podía mover ni un músculo. No quería intentar escapar porque tampoco podía marcharse sin Janet.
Sin embargo, cuando todo parecía estar perdido, de la nada, una gorda y pesada cadena de metal golpeó en la cabeza al agente que tenía cogido a Janet. Ambos cayeron al suelo. El agente estaba inconsciente y Janet cogía el aire rápidamente. Las dos amigas giraron la cabeza para ojear de dónde venía la cadena: de un joven de pelo corto y con camisa, fuera de todo look heavy y que tenía la cadena en la mano.
Los agentes comenzaron a correr hacia ellos. El muchacho les hizo un gesto con la mano y comenzaron a correr por el único hueco que tenían libre.
–¡Corre, Janet! –gritó Roxy, más preocupada por su amiga que por ella misma.
Continuaron a toda prisa hasta encontrarse de frente con otro paisano que les amenazó con su porra en alto, pero que gracias a su agilidad consiguieron esquivar y sólo golpeó el aire.
Alcanzaron Plaza de España no mucho después.
–¡Seguidme! –gritó el desconocido con camisa, que iba delante.
Voltearon por una calle silenciosa y apartada y, al final de una fila de coches, el joven abrió el suyo y accedieron los tres.
Intentó arrancar el coche, pero por alguna extraña razón, fallaba.
Los agentes se aproximaban por la vía.
–Vamos… Vamos… –murmuraba el desconocido mientras intentaba arrancar.
Janet, temblando de terror, miraba a los policías cada vez más cerca.
–¡Vamos! –chilló.
El coche arrancó y salió como una bala cuando los agentes estaban a punto de alcanzarles.
Callejeó ágilmente, apartándose de aquel lugar, hasta que paró en mitad de una calle silenciosa y solitaria.
–¿Estáis bien? –preguntó el conductor a las dos amigas. Éstas asintieron–. Lo he visto todo y no he podido evitarlo…
Las muchachas estaban sorprendidas. Aún estaban los tres respirando hondo. No sabían quién era ni por qué había hecho aquello.
–Me llamo Rober –se presentó–. ¿Y vosotras?
–Yo soy Roxy –dijo mientras seguía cogiendo aire– y ella es Janet.
–Pues encantado.
–Tío, ¿cómo lo has hecho? ¡Nos has salvado, te lo juro! –exclamó Roxy, agradecida, y miró a su amiga, que asintió.
–Ya, si lo he visto todo. Iba entre el grupo de gente.
–¿Y eso, qué hacías con una cadena en la mano? –se atrevió a preguntar la morena.
–Digamos que estoy en contra de muchas injusticias que hay ahora. Este país se ha ido a la mierda. Mi abuelo fue metalero y a mí me da mucha lástima que ahora el movimiento sea esto: gente considerada ilegal porque tu imagen a los capitalistas de mierda les haya dado por pensar que sois unos vagos y unos piojosos.
Las dos amigas escuchaban atentamente mientras éste se confesaba.
–Lo que es la música heavy, la verdad es que que me da igual porque no me gusta. Pero no tolero ninguna injusticia. Iba con un amigo que está muy unido a la cultura punk y siempre lleva una cadena como ésa encima, por si le ocurriera cualquier desgracia. La porta oculta en sus vaqueros, en forma de cinturón, de manera que la camiseta se la tapa. Lleva el pelo rapado y él pasa desapercibido para la policía.
–¿Y la cadena? –cuestionó Roxy.
–Buah, no sé ni dónde la dejé caer, pero es lo de menos.
Rober se volvió a las dos amigas.
–¿Os llevo a casa? –preguntó para concluir–. Creo que ya está bien por hoy y me quiero ir a la cama.
Roxy le indicó dónde se encontraba su portería y la llevó a la escondida calle de Chueca. Le agradecieron unas seis veces al anónimo lo que acababa de hacer por ellas. Las había salvado de una buena.
Las dos amigas, cansadas, fueron a la habitación de Roxy sin creerse lo que acababa de pasarles.
–Espero que, por lo menos esta noche, para compensar, viajemos a los ochenta –comentó Janet todavía algo aterrorizada.
–Eso espero yo también –contestó Roxy mientras se quitaba las zapatillas y se tiraba en la cama.