top of page

11

 

Rock the night

 

Amaneció una vez más en Madrid, en 2052. No se habían despertado en los ochenta, pero a Janet le tranquilizó que fuera en el colchón de la habitación de su amiga antes que en una fría celda.

–Roxy, yo no quiero volver a salir a la calle –sollozó Janet.

–¿En serio? Bueno, tan sólo tendrías que cambiar de imagen para volver a hacerlo.

–No puedo –negó–, esto es parte de mí. No puedo cambiarlo por nada, pero tengo miedo de volver al exterior. Otra carrera así no la aguanto, y ésta ha estado muy cerca: hasta me agarraron del cuello. Pensaba que me iba a morir ahogada.

Todavía estaban impactadas por lo que habían vivido la noche anterior; nunca antes habían tenido a la Seguridad Española tan cerca de detenerlas.

Respiraron hondo y comentaron el tema que realmente les importaba.

–¿Por qué hoy no hemos despertado en los ochenta como otras veces? –preguntó Roxy. Janet no contestó.

–Bueno, paciencia –respondió–, hay otras ocasiones que hasta el sábado por la noche las cosas no han cambiado. Dale tiempo.

Y así fue como pasaron aquel sábado: encerradas en casa. Después de comer, los padres de Roxy habían salido de boda y no volverían hasta por la noche después de cenar, o quizá más tarde debido a que aquel día no había toque de queda y se podía circular libremente por las calles de Madrid.

Las dos muchachas estaban en la habitación de Roxy, sentadas en la cama, sin música (por muy raro que fuera). La noche anterior las había dejado marcadas.

–Roxy –dijo de repente Janet en medio del absoluto silencio–, ya no tengo miedo.

–¿Que no tienes miedo? ¿A qué?

–A salir a la calle. No debo tener miedo; no sé qué me ha pasado para sentirlo. Siempre he querido ser yo misma, seguiré siendo así y nadie me va a cambiar ni dirigir.

Roxy abrió más los ojos, sorprendida por las palabras de golpe que acababa de recitar su amiga.

–Pues… ¡Me alegro! –exclamó con una risa forzada.

–Nadie va a dirigir mi vida. Soy libre. No voy a cambiar porque a alguien no le guste cómo soy. Si le molesta, es su problema. Saldré corriendo las veces que haga falta, pero pienso ser siempre yo misma y no cambiar por satisfacer a alguien que me importa una mierda.

–Ahí estamos, tía –asintió Roxy, admirándola.

–Eso sí: hoy nos quedamos en casa, que estoy cansada… –explicó Janet dejándose caer en la cama mientras Roxy carcajeaba de escucharla–. Anda, pon algo de música, lo que quieras. No aguanto el silencio.

Roxy se levantó y fue a su estantería. Allí empezó a ver discos y vinilos hasta que cogió uno con la portada celeste. Se lo enseñó a su amiga desde la distancia.

–¡Perfecto! Ya estás tardando en ponerlo.

Y así fue. A los pocos segundos, comenzó a sonar la primera canción del disco: el tema Moonchild de Iron Maiden.

 

Seven deadly sins
Seven ways to win
Seven holy paths to hell
And your trip begins

Seven downward slopes
Seven bloodied hopes
Seven are your burning fires
Seven your desires....

 

Fue apenas en la cuarta canción cuando comenzaron a sentirse cansadas. Janet miró a su amiga, sonriente.

–Ha comenzado el ritual. El disco es de 1988 y nos dirigimos en el Delorian a tal año. ¿Preparada? –preguntó con los ojos medio cerrados. Roxy asintió.

Y se quedaron dormidas poco después, con la música sonando.

***

Janet fue la primera en despertarse. Estaba anocheciendo y el disco, evidentemente, ya no sonaba.

–¡Despierta, Roxy! ¡Despierta! ¡Vámonos al Canci!

–Eh… ¿ya hemos viajado? –preguntó su amiga.

–Pues claro. ¡Vamos a cambiarnos y vámonos! –exclamaba Janet, exaltada.

Roxy se levantó y ambas comenzaron a cambiarse con emoción. Se cardaron el pelo, se maquillaron y se vistieron prácticamente igual que la semana anterior.

–¿Preparada? –insistió Roxy cuando estaban a punto de salir por la puerta, deseando de coger el metro.

–¡Preparada! –exclamó Janet.

–¡Pues vamos! –declaró la madrileña.

Y cuando iba a abrir la puerta, se quedó de piedra.

–¿Qué? –preguntó Janet mirando la puerta. Al no ser su casa no se había fijado en ella.

Roxy volvió la vista a su amiga, cambiando su cara de emoción por una de humillación.

–Que… a ver cómo te lo explico… –narró, mirando de arriba abajo la puerta de acero de su casa.

Janet la contemplaba con ella pero no se daba cuenta. Roxy se llevó las manos a la cabeza.

–¡Que seguimos en 2052!

Janet miró a su alrededor y vio la tele de plasma en el salón, un ordenador portátil… y la puerta de acero. Todo apuntaba a que aquello no tenía pinta de ser los años ochenta. Sacaron sus DNIs y, efectivamente, estaban en 2052.

–Pues nada… Otra vez será –concluyó Janet, vencida.

–¿Cenamos al menos? –preguntó Roxy.

–Sí, será lo mejor… –manifestó con el mismo tono.

Ambas se hicieron dos pizzas pequeñas que había en el congelador y se comieron también, después, el bollo que Mario le había preparado a Janet el día anterior a modo de postre.

Sin cambiarse de ropa, volvieron a su cuarto. Pusieron el único álbum editado de Femme Fatale del año al que pretendían acceder, 1988.

Janet sintió cada acorde y cada melodía para que la música hiciera el efecto que estaba buscando.

Cuando estaba terminando el elepé, comenzaron a notarse cansadas. No parecía que hubieran dormido casi toda la tarde.

Sin darle tiempo a razonar, Janet se durmió profundamente…

***

…y, esta vez sí, se despertaron en los años ochenta.

Tras asegurarse de la época en que se encontraban, salieron dirección al metro, corriendo porque se acercaba la hora de cierre y no tendrían cómo llegar a la Sala Canciller. Con suerte para ellas, había pasado una semana desde el último encuentro con Jorge y Juli.

Hicieron el transbordo hasta llegar a la estación El Carmen con el vagón plagado de cuero y melenas. Atravesaron la calle Alcalde López Casero y llegaron hasta la puerta de la sala, con sus luces de neón en la parte superior y su ya ambiente fiestero en la puerta.

–Bienvenida a casa una vez más –comentó Roxy, alegre, observando la fachada desde la acera de enfrente.

Sin embargo, algo le decía a Janet que aquella noche iba a ser diferente.

Bajaron las escaleras hasta llegar al piso superior y el ambiente era muy parecido al de anteriores ocasiones, principalmente al del sábado anterior que la sala estaba muy llena.

De manera similar, pidieron dos cervezas y esperaron mientras observaban la gran pantalla de cine y veían a la gente del piso inferior moverse al ritmo de la música.

Un rato después, cuando apenas les quedaban dos dedos de su bebida, Janet pegó un codazo a su amiga y señaló un punto fijo del piso inferior: allí estaban Juli y Jorge.

Se terminaron sus cervezas, pidieron otras más y bajaron directas a saludarles.

La timidez de Janet se había borrado y con ella aumentaba la confianza con Jorge, ya que se dieron un beso en los labios al saludarse, como si fueran una pareja estable.

Y, como solía ocurrir, dos bloques se formaron: uno con una pareja, y otro con la otra.

La conversación entre Janet y Jorge comenzó de manera diferente a como había ocurrido en anteriores ocasiones; esta vez, con mucha más confianza. Y, por supuesto, ambos con las ideas mucho más claras.

–Yo es que como te dije el sábado –voceaba Jorge–, he viajado mucho por Estados Unidos y he visto muchos conciertos.

–¡Qué suerte, tío! –exclamó la muchacha que estaba enfrente de él.

–He tenido suerte porque he podido ver muchos grupos, además de conocer el país.

–¿Y ahora vives con tu madre? –preguntó Janet.

Jorge guardó silencio y se borró la pequeña sonrisa que tenía dibujada en su cara.

–No, o sea… No sé si te había contado que vivía con ella o qué. La verdad es que esto es algo que no suelo contar habitualmente –comenzó a explicarle y Janet levantó las cejas, sorprendida–. A ver: en realidad, mi madre nos abandonó a mí, a mi hermano y a mi padre. Desconozco la razón. Yo era pequeño u de aquello hará ya quince años.

Janet puso cara mustia.

–Vaya, no lo sabía… Lo siento.

–Qué se le va a hacer. Yo me acuerdo de muy poco de ella, la verdad. Ahora mismo vivo solo, y me he criado entre mis abuelos y mis tíos –explicaba, y Janet escuchaba atentamente sin perderse ningún detalle–. Cuando mis abuelos murieron, me fui a vivir con mis tíos, pero no duré mucho. Me trataban fatal, no los aguantaba. Y hasta entonces, desde hace dos años, vivo solo. Mi padre me envía dinero desde el otro lado del Atlántico y aquí estoy, estudiando y trabajando, y cada tanto tiempo voy a verle.

–Pues… No, no tenía ni idea de todo esto –dijo Janet sin que le salieran las palabras.

–Es normal. A ver, ya te digo que no suelo contar esto habitualmente por ahí. Siempre suelo decir que vivo con mi madre y mi padre está fuera. No es un tema agradable de contar. Suelo contárselo… digamos que a la gente que más importa.

Janet se sonrojó y le sonrió tímidamente.

–…como a él –y señaló a Juli que cada vez estaba más cerca de Roxy, sin dejar de hablar con ella. Janet puso cara de indignación–. ¡Y a ti, por supuesto!

Y carcajeó.

–Así me gusta, muy bien –bromeó la rubia, e ingirió de su botella.

Jorge levantó su cristal para que chocaran. Brindaron y Janet volvió a beber.

Fue después de aquello cuando una pareja se acercó a Janet: eran Santi y su novia, sus amigos que habían hecho semanas atrás, que para ellos se habrían convertido en meses.

–¡Pero cuantísimo tiempo, mujeres! –exclamó éste, súper contento de ver a las dos amigas.

Patricia miró a Santi sin aprobación.

–¿Cómo que mujeres?

–Claro, mujeres –ironizó él–. ¡A la cocina!

–Y tú a ver el fútbol, machote –respondió Roxy.

Santi rio.

–¡Has dado donde más duele! Con un par.

Patricia miraba la escena de brazos cruzados, sin entender nada.

–Luego te lo explico, cariño –le dijo suavemente y se volvió a las dos muchachas–. ¿Dónde os metéis? No hemos vuelto a coincidir por aquí.

–Buah, tío, es que verás… –comenzó a excusarse ésta–. Las cosas no siempre pueden ser… A mí me gustaría venir más…

–No te preocupes, mujer –y le guiñó el ojo–. Las cosas no siempre salen como a uno le gustaría. Yo estoy viendo de venirme a vivir a Madrid y estoy a punto de conseguirlo. Ya empiezo a cansarme de coger el coche una y otra vez.

–¿De verdad? –preguntó Janet, sorprendida.

–Claro. Y, por cierto, ¿tú no eras de Zaragoza y vivías cerca de mí? ¿Cómo es posible que no te vea por allí y sí que te vea por aquí? –preguntó, curioso.

Janet se quedó pálida y sin habla. Roxy intervino rápidamente para sacarla del aprieto.

–¡Anda, tío, vente a la barra que os invitamos a algo!

Y se lo llevó de allí. Jorge no había quitado ojo a la escena.

–Qué situación más… incómoda, ¿no? Al menos eso he notado, pero no termino de entender por qué.

Janet guardó silencio por unos segundos. Finalmente, negó con la cabeza.

–Déjalo, no lo entenderías –concluyó.

Más tarde, los dos subieron al piso superior. Janet había perdido de vista a su amiga; parecía que había desaparecido de la faz de la tierra.

En esta ocasión, fue Janet la encargada de hablar de ella misma: no le mintió a Jorge en ningún momento, al menos eso fue lo que intentó. Le explicó que su padre era científico, de los más grandes dentro de su empresa internacional. Y su madre panadera, diabética y totalmente diferente a ella, sin nombrarle en ningún momento que su padre también era heavy, como ellos. No sería capaz de entender cómo a finales de los ochenta hubiera un varón de más de cuarenta años que fuera amante de aquella música, que aun vistiera como su hija y que coleccionara vinilos. ¡Y más estando en una empresa que requiere una gran seriedad y formación!

Así fueron pasando la noche en la sala: bebiendo, escuchando música y sin dejar de hablar. Incluso en alguna ocasión que sonaba algún tema importante y conocido, como Wild child de W.A.S.P., donde la pista de baile se llenaba de gente que descendía por las escaleras, bajaban también a moverse al ritmo de la música y a ver el videoclip en aquella inmensa pantalla. Jorge parecía alucinar («¡Guau!», mencionaba mientras observaba el videoclip y no dejaba de moverse al ritmo del estribillo).

El tiempo transcurría y volvieron a subir al piso superior.

En un instante de soledad y tranquilidad, el muchacho la contempló detenidamente. Le acarició el pelo rubio cardado.

–¿Sabes? Me recuerdas a alguien –comentó sin quitarle ojo.

–¿Ah, sí? ¿A quién? –preguntó ella.

–Créeme, no lo entenderías si te lo contara. En serio –negó con la cabeza–, no lo entenderás.

Janet se encogió de hombros.

–Olvídalo, no tiene importancia alguna.

Y Jorge se acercó a ella para plantarle un húmedo beso, suave y apasionado. Corto pero intenso.

Se miraron, felices.

–Lo estaba deseando –comentó Janet.

–¡Iba a decir lo mismo! ¡Me lo has quitado de la boca! –exclamó.

La noche se acababa cuando Janet miró a su alrededor y también al piso inferior, pero ni rastro de Roxy, ni de Juli, ni de Santi.

–No sabes nada de ellos, ¿no?

–Qué va, hace ya bastante que no los veo

Janet ojeaba su alrededor, pero ni rastro.

–Bueno, ya aparecerán –dijo la muchacha–. ¿Otra birra? –preguntó, levantándole el vacío botellín que llevaba en la mano.

–¡Sí, por favor! Que esto cerrará en breve y nos quedamos sin la última.

Y así fue. Pidieron el último par de cervezas y poco después las luces se encendieron, poniendo la última canción para que la gente fuera saliendo de la sala.

Apoyados en la barra donde acababan de pedir las bebidas, un grupo de chicos que subió por las escaleras desde la pista de baile, se acercó a Jorge.

–¡Eh, tío! Por fin te vemos –exclamó uno de ellos.

–Por aquí he estado.

El amigo miró a Janet y luego a Jorge, alegrándole verles juntos. Después se reunió nuevamente con el grupo que se encontraba enfrente de la pareja.

–Es que he venido con ellos. Hemos empezado a beber en el parque, como otras veces, y ya nos hemos separado cuando has aparecido –le explicó Jorge.

Se terminaron las cervezas mientras seguía la muchedumbre saliendo de la discoteca con todas las luces encendidas. Finalmente la pareja y el grupo de amigos de Jorge subieron las escaleras hasta pisar la fría calle. Allí se quedaron comentando qué hacer.

–Nosotros nos vamos a Pinto –manifestó Jorge a Janet–. Yo tengo el piso allí. ¿Tú qué vas a hacer?

Janet se quedó pensativa.

–Pues yo no tengo ni idea de adónde ir. En teoría… En teoría duermo en casa de Roxy. Pero no da señales de vida.

Hizo ademán de meterse la mano en el bolsillo y sacar su iPhone para llamarla pero, cuando se percató que estaba en los ochenta y la tecnología no los rodeaba, lo disimuló rascándose la pierna.

–Si quieres puedes venirte conmigo –le sugirió él–. Pero vamos, nos piramos a Pinto. Cogemos el metro hasta Atocha y de ahí el Cercanías.

–Sí, vale. Por mí sí –contestó suavemente.

El grupo de heavies comenzó a caminar calle arriba, la mayoría de chicos pegando voces aún con una buena borrachera encima, y la pareja en silencio hasta llegar al metro de El Carmen. Llevando el cansancio encima de toda la noche y junto al grupo de heavies borrachos, esperaron hasta llegar a Atocha Renfe, haciendo incluso un transbordo en el metro.

Quedaban varias paradas para llegar a su destino cuando Jorge miró su reloj de pulsera. Un chico de pelo rizado y rubio le comentó:

–Me parece que no llegamos a coger el siguiente, tío.

–Ya, eso veo –contestó Jorge con normalidad–. Pues como no lo pillemos, me da a mí que estaremos un buen rato esperando, porque además es domingo y tardan más tiempo en pasar.

–Ya sabes lo que hay que hacer entonces, ¿no? –le propuso sonriendo, y Jorge sonrió con él.

Al cabo de pocos minutos, llegaron a Atocha, deprisa para coger el tren Cercanías dirección Aranjuez que paraba antes en Pinto, mientras algunos iban aún riendo y pegando brincos.

Atravesaron la estación de Atocha entre la gente madrugadora que se movía un domingo por la mañana en Madrid, hasta llegar a la zona de la que partían los cercanías.

–¡Argh! –exclamó uno de los jóvenes, y al mirar todo el grupo el mismo panel, la mayoría hicieron lo mismo que él: pusieron cara de amargura–. Lo hemos perdido.

–¡Pues nada –expuso un anónimo del grupo–, a Fuenlabrada y después a Pinto!

Pero antes de que terminara de decir dichas palabras, la mayoría fue a la taquilla a por un billete dirección Fuenlabrada, como si no fuera la primera vez que les ocurría aquello.

Janet no entendía qué estaba ocurriendo.

–Es que vamos a Fuenlabrada y de ahí a Pinto a dedo.

–¿A dedo? –preguntó ella, frunciendo el entrecejo.

–Claro, a dedo. Qué remedio.

Pero Janet no hizo más preguntas. Tampoco entendía qué era aquello de a dedo.

El siguiente tren salía en menos de cinco minutos. Esperaron el tiempo que le quedaba a la máquina para llegar mientras el grupo hablaba y no se desanimaba en ningún momento, en contraste con Jorge y Janet, que se habían sentado en el suelo.

Cuando llegó el convoy, accedieron a él y luego partió. Por la ventana podía verse que ya pasaban de las siete al ser de día y empezar a aclararse la mañana cada vez más. En el ambiente se respiraba un frío helado de septiembre, y por la ventana, entre la claridad, una espesa niebla que tapaba el paisaje.

Más tarde, y Janet aún con la duda en la cabeza de qué era lo que pretendían, alcanzaron Fuenlabrada. Bajaron del vagón y anduvieron varios minutos hasta llegar a una ancha avenida en la que pasaban los coches. Aún riéndose y exclamando pequeñas frases del tipo «¡Venga, todos a sacar el dedo!», sacaron el dedo pulgar señalando la dirección a la que iban los coches en la travesía.

–Vale, ahora lo entiendo. ¿Ir hasta Pinto en un coche de alguien que no conocemos absolutamente de nada? –preguntó incómoda, como si fuera una queja. Jorge se rio.

–¿En serio no sabías lo que era a dedo?

Quizá en 2052 era algo impensable y muy peligroso, pero desde luego, allí parecía lo más normal.

–Bueno, algo había visto por la tele en alguna serie, pero nunca me he montado en el coche de un desconocido. Tengo entendido que es muy peligroso.

–Hay gente que viaja en autostop, moviéndose de ciudad en ciudad, incluso. No tiene por qué pasar nada, digo yo... Esta avenida lleva a Pinto, que queda cerca de Fuenlabrada. Y mira, parece que un coche ha parado.

Acababa de detenerse, poniendo los cuatro intermitentes, nada más y nada menos que un clásico Ford Fiesta rojo de mitad de los ochenta. El grupo entero fue hasta el vehículo, que al bajar las ventanillas se oyó nada más y nada menos que Invaders de Iron Maiden a todo volumen.

Un melenudo de pelo largo y camiseta de Helloween estaba de conductor. De copiloto una chica rubia de pelo rizado con laca, y atrás otra mujer con el pelo moreno y liso. Aparentemente venían de fiesta y no conocían a ninguno del grupo que había sacado el dedo pulgar.

–¡Bonjour! –exclamó alegremente la fémina copiloto, con acento francés. El grupo de heavies contestaron a la vez sin entenderse casi nada, con frases del tipo: «¿Qué hay, Rubia?», «¿Tenéis algún hueco pa’ Pinto?», «¡¡Esos Maiden!!», «¿Vais solos?»…

El conductor moreno y de pelo largo que le tapaba media oreja, preguntó entre todas las preguntas y exclamaciones:

–¿Qué vais, a Pinto? Nosotros a Ciempozuelos, pero os dejo en Pinto si queréis.

El grupo volvió a estallar en exclamaciones y gritos, pero sólo había dos huecos en el coche

–¿Venís del Canci? –insistió el piloto–. Porque nosotros de la Argenta –refiriéndose a la Sala Argentina del barrio San Blas–. Y antes hemos estado en la Sukursal. Bueno… Sólo tengo dos huecos en el coche… O los que queráis o penséis que podáis caber, entrad –concluyó con una sonrisa pícara.

–Espera, espera –dijo uno del grupo con un cigarro en la mano y una camiseta totalmente blanca, con la chaqueta de cuero encima–, vamos a ver si varios podemos apañarnos.

La copiloto salió y éste se metió en el coche hasta ponerse al lado de la fémina que iba detrás, susurrando un «Hola, preciosa» con voz muy ronca. Un chico más se subió a su lado.

–¡Venga, donde caben tres, caben cuatro! ¡Súbete, Adri! –exclamó gritando el que acababa de entrar y aún con el asiento echado hacia adelante. Se apretujaron y accedió un chico más–. ¡Espera, aún hay hueco para otro!

Y otro muchacho subió, pasando por encima del último heavy que se había subido y luego llegando hasta el final donde estaba la morena, sentándose encima de ella.

–Tú tranquila que no peso nada, soy todo huesos –le dijo a ella, que no se lo tomó a mal, aunque puso cara amarga. Aun así, no mintió al decirle que no pesaba nada.

Cuando parecía que el coche estaba a tope y no cabía nadie más, alguien gritó «¡Que voy, que voy!» y un octavo pasajero corrió hasta tirarse de plancha encima de los cinco ocupantes traseros y, quedándose boca abajo y encogiendo las piernas hacia arriba, supo caber perfectamente.

El conductor estaba alucinando y la copiloto entró, cerrando la puerta tras de sí.

–Agarraos como podáis, ¿eh? –sugirió el conductor. Aún con el casete de The number of the beast de Iron Maiden sonando de fondo, puso la primera marcha, subió el volumen y salieron a toda velocidad.

Janet estaba fascinada. Nunca había visto nada igual.

Quedaban cuatro en pie: Janet, Jorge y otra pareja.

Los vehículos pasaban de largo mientras Mario y el otro joven sacaban el dedo pulgar, pero no paró ningún coche.

Al cabo de unos minutos, uno de ellos se detuvo. Iba conducido por un joven de pelo corto y camiseta totalmente negra.

–¿Qué pasa, nadie os para por heavies? –preguntó con gracia– ¿Dónde vais?

–A Pinto –respondió Jorge.

–Yo también, entro a trabajar ahora a las nueve. Subid.

Y fue una suerte que hubiera hueco para los cuatro y fueran a Pinto directamente.

Mientras el coche arrancaba, el conductor, que no conocían de nada, con total naturalidad comenzó a charlar con ellos.

–Yo solía ir antes a conciertos y demás, ahora la verdad es que he perdido la costumbre. Incluso una temporada llevé el pelo largo pero me lo corté.

–¿Por qué, tío? –preguntó la chica que Janet no conocía y que había subido con ellos.

–No sé, cambié de aires y perdí la costumbre. ¿Venís del Canci, por casualidad?

–Sí, justo –respondió la joven de antes.

–Yo hará unos dos años que no voy. Fui unas cuantas veces en mi época del pelo largo, solía escuchar Obús y todos aquellos grupos, como la mayoría de mis amigos. Pero bueno, vosotros seguid al pie del cañón, yo tengo muy buenos recuerdos de la época que era heavy. Me lo pasaba muy bien, la verdad. Pero es un género que últimamente está en decadencia o esa sensación me da a mí. Ya no se oye tanto heavy como antes, quizá más rock comercial.

Al cabo de un rato pararon en Pinto y los cuatro ocupantes bajaron. El grupo se separó en dirección opuesta y Jorge abrazó a Janet cuando la vio muerta de frío, sin dejar de caminar, para que entrara en calor

Alcanzaron su domicilio poco después. Fueron a la habitación de Jorge, decorada con pósters de grupos y carátulas de vinilos, y se sentaron tranquilamente en la cama, agotados por aquella noche que ya se había terminado. Comenzaba a ser de día y a través de la ventana ya se veía el cielo azul.

Jorge contempló a la joven y Janet posó también la mirada en él. El muchacho le sonrió mientras no le quitaba ojo.

–Eres… Eres lo más bonito que he visto nunca –y Janet sonrió sin saber qué decir–. Eres lo más noble y tierno que puedo haber conocido aquí.

Janet se quedaba totalmente sin habla. Surgieron varios segundos de silencio mientras se miraban a los ojos y Janet le sonreía suavemente.

–Tú eres el chico con el que siempre he soñado.

Y continuaron mirándose durante varios segundos más.

–Janet… –dijo su nombre sintiéndolo y deletreándolo bien, como si sólo escucharlo le produjera felicidad–. Es que hasta tu nombre es perfecto y coincide. Llevo esperándote mucho tiempo, no tienes ni idea de cuánto…

Parecía emocionado y sincero. No podía apartar su vista de ella.

–No tengo palabras –continuó él–. Gracias por haber venido a mi vida. No pienso dejarte marchar nunca más.

Janet continuó sonriéndole suavemente, alabada.

Sin embargo, su sonrisa se borró en cuestión de pocos segundos: había olvidado completamente en qué época estaba y dentro de poco tendría que volver a 2052.

–¿Ocurre algo? –preguntó Jorge.

–Sí, por desgracia, sí –contestó rotundamente.

Jorge se sobrecogió y le preguntó qué era lo que ocurría.

–Pues verás, a ver, es difícil de explicar…

Janet pensó rápido. ¿Le iba a creer si decía que había viajado en el tiempo y en realidad pertenecía al futuro?

–A ver, Jorge, verás… Yo no soy de aquí, o sea, sí de Zaragoza, sí, por eso vengo tan poco. Pero aparte, tengo una enfermedad que… –explicaba, y el chico se sorprendió, preguntándose de qué se trataba–. Bueno… Es que es difícil de explicar, pero… Pero hace que tenga que irme a urgencias como una flecha.

–¿De qué se trata? –preguntó deseando saber más.

–Créeme, no lo entenderás… Mi vida no corre peligro, no te preocupes. Pero suelo ir a menudo a urgencias cuando me entran dolores.

–Ya veo –murmuró Jorge, resoplando–. Me puedo hacer una idea.. Eso sí: no quiero perder el contacto contigo ni quiero que vuelva a pasar mucho tiempo hasta que nos volvamos a ver. Créeme que te ayudaré con tu enfermedad o con lo que haga falta, a superar lo que sea que es. Por ti hago y doy cualquier cosa.

Continuaron mirándose y se besaron romántica y apasionadamente, tumbándose en la cama.

Janet quedó boca arriba y Jorge encima de ésta. Poco después, en medio del largo beso, Jorge intentó quitarle el chaleco a la joven. A Janet se le aceleró el corazón.

El joven consiguió quitárselo en mitad del beso y, un instante después, lo intentó con la camiseta, dándose cuenta la joven de lo que pretendía.

Janet se asustó y abrió los ojos, levantándose de golpe mientras éste quedaba a un costado de ella.

–¿Qué?... –preguntó Jorge con inocencia, intentando no haber hecho nada mal.

–Pues... que creo que sé por dónde vas –le explicó–. Y digamos que es la primera vez que hago esto…

Jorge asintió.

–Entiendo… Lo siento.

–¡No, sentirlo nada! –respondió al instante Janet, subiendo el tono de voz–. Sólo que, bueno, no sé si estoy preparada… Son muchas cosas, y tampoco sé si… No sé, he cogido confianza contigo muy rápido, lo cual es bueno, pero por otro lado...

Jorge asintió.

Janet se acercó a él y le agarró del hombro contiguo.

–No, a ver, no te lo tomes a mal… Entiende mi situación y…

–Te entiendo, no te preocupes –respondió ahora algo triste –. Has de tener las ideas claras, es normal. Yo contigo sí que las tengo, no paro de pensar en ti desde que te conocí, y cada vez que te veo, como ya te digo, siento algo por dentro que me conmueve y me irrita a la vez.

Janet se sonrojó. Aunque le parecía muy extraño que alguien hubiera sentido algo tan fuerte con ella tan sólo conociéndola varias noches.

–¿En serio?

–¡Claro que sí! Evidentemente, te respeto si no quieres. Como si me dices que no te vuelva a tocar. Soy capaz de hacerlo –agachó la cabeza durante un instante de silencio–. Al margen de esto, quiero preguntarte algo.

–Dime –respondió Janet.

Jorge, nervioso y deseoso de llegar más lejos, comenzó a recitar:

–Quiero… ¡Quiero llegar a más! Quiero estar contigo… Quiero conocerte. ¡Quiero conocerte más! Puedo dar por ti lo que haga falta. ¡Quiero intentarlo! Para mí eres un sueño hecho realidad. ¿Saldrías conmigo? ¿Serías capaz de darme una oportunidad aunque sea en un futuro?

Y se produjo un silencio en la habitación, en la cual sólo se oía el sonido de algún coche ruidoso que pasaba por la calle contigua a la habitación.

–Pues… –se atrevió a pronunciar Janet después de un pequeño instante incómodo –. No te quiero decir que no… Es más, no puedo decirte que no –volvió a guardar silencio–. Pero ahora tampoco puedo decirte que sí.

Y de nuevo la habitación se quedó muda de palabras, pero Janet retomó enseguida.

–Digamos que –continuó Janet– es por mi enfermedad, la que te comentaba antes. Pero no te estoy rechazando, no lo interpretes así. Nunca había sido tan feliz con una persona, créeme. Y créeme también que eres un sueño hecho realidad para mí. Pero dame algo de tiempo para pensármelo.

Jorge asintió.

–¿Cuánto tiempo? –preguntó.

–Dame aunque sea una semana para meditarlo todo. En serio, lo necesito. Y, si quieres, podemos seguir conociéndonos y ver hasta dónde somos capaces de llegar.

Jorge sonrió por fin, sabiendo que en una semana tendría su respuesta.

–Claro. Pues el sábado que viene podemos volver a vernos y lo hablamos.

Janet también le sonrió y le dio un abrazo fuerte, cariñoso y afectivo.

–Te quiero –le dijo la joven al oído. Las palabras le habían salido solas, sin medirlas, sin meditarlas. Y fue la primera vez que las recitó.

Jorge se sorprendió y sintió un alivio enorme por dentro.

Todavía no se habían soltado cuando respondió:

–Y yo a ti.

Janet comenzó a encontrarse cansada y a perder la consciencia en cuestión de segundos.

Todavía abrazada a él, sus lágrimas comenzaron a brotar por su rostro. Sabía que era la hora de despedirse y daría cualquier cosa por quedarse con él para siempre, abrazada, sintiendo su cariño y su calor.

Pero tenía que regresar, había llegado la hora.

–¿Nos acostamos? Tengo sueño –le preguntó Jorge poco después.

–Claro…

Se acostaron suavemente y se abrazaron. Jorge no se percató de las lágrimas de la joven, ya que se encontraba tan, tan agotado que no pudo decir nada más y comenzó a dormirse al instante.

Janet estaba agarrada fuertemente a él. Hubiera dado cualquier cosa por quedarse allí.

No quería marcharse, pero estaba perdiendo la consciencia y notaba cómo poco a poco iba decayendo, percibiendo cómo todo lo que había a su alrededor perdía color y se desvanecía…, entrando en un profundo sueño y marchándose, así, del lugar y del tiempo en el que se encontraba.

bottom of page