
14
Good girl gone bad
Apenas habían pasado cinco días desde que Mario fue arrestado y llevado a comisaría. Después, había sido encarcelado temporalmente hasta llegado el juicio, pocos días después, al tratarse de un caso de alto riesgo. Así funcionaban las cosas en 2052.
Roxy y sus padres se quedaron en Zaragoza unos días para hacerle compañía a Janet, ya que Flor había abandonado su casa. Su hija no sabía nada de ella y no se atrevía a intentar ver a su padre, sobre todo después de haberle gritado a los agentes que lo detuvieron.
Evidentemente, todo apuntaba a que había sido Flor quien había denunciado a su marido.
–¿Y tu madre, qué? –preguntó Roxy casi al final de una larguísima conversación sobre el tema.
–¿A mi madre? A mi madre no la quiero ni ver. Ha sido la culpable de todo.
–¡Pero, tía, a algún sitio tienes que ir!
–Mira, me da igual lo que les dije a los policías cuando se lo llevaron. Yo soy menor y el castigo sería mínimo, aunque lo malo es que se pusieran a repartir palos sin mirar… Pero bueno, que me da igual. Intentaré evitarlos si los veo, pero voy a buscar a mi padre. Por lo menos quiero hablar con él.
–No, Janet, no. No hagas eso. Mira, mañana es el juicio, ¿no? Espérate, que también estaremos todos allí y te apoyaremos en lo que haga falta. Y según lo que digan, haremos una cosa u otra, ¿vale?
La joven no sabía qué decir. Pero sabía que al día siguiente iba a ser un día muy duro.
Durante aquella semana, tanto el teléfono de su casa como su iPhone no dejaron de sonar, seguramente por familiares por parte de Mario que querrían contactar con Janet para saber con certeza lo que había ocurrido. Pero era tal su cabreo y depresión que no respondió a casi nadie.
***
El juicio comenzaba a las diez de la mañana en un soleado día de septiembre. Janet, Roxy y sus padres llegaron al alto edificio de acero en el que se iba a celebrar a puertas abiertas. Allí, una multitud permanecía en la entrada, y entre toda la gente se encontraba Flor. Por su rostro, parecía angustiada y sorprendentemente iba a susurrarle algo a su hija.
–Janet… –comenzó a vocalizar, quedándose callada después.
–Déjame en paz. Olvídame para siempre –manifestó Janet con firmeza y severidad, ojeando a otro lugar.
–Janet, hija…
–Ya la has oído, ¿no? –exclamó Roxy, y al levantar Flor la mirada, vio a los tres con la cara agria, como si no fuera una mujer agradable a la vista.
–¡Venga, largo! –gritó Carlos, el padre de Roxy–. ¡Van a encarcelar a Mario de por vida, como mínimo, por tu culpa!
Flor comenzó a alejarse y Janet no pudo evitar derramar alguna lágrima.
–Tranquila, hija, no te preocupes… –susurró María mientras se agachaba y le secaba las lágrimas con los dedos–. Tranquila, que tu verdadera familia está aquí y no nos vamos a separar de ti.
Aquellas palabras consolaron un poco a la muchacha. Alrededor de su madre estaban tanto sus amigas como sus familiares, todos aparentemente apoyando a Flor.
Al momento, Mario salió de un furgón de la policía que acababa de aparcar en la puerta. Estaba esposado por detrás, con la misma ropa de la semana anterior y con un gesto muy pálido, arrastrado por dos agentes y tratado como si de un asesino sin piedad se tratara.
Se abrió un pasillo en la multitud. Flor sonrió malévolamente, aunque intentó disimularlo.
–¡Papá! –gritó Janet, y su padre volvió la cabeza para buscarla con la mirada, pero los agentes tiraron de él más fuerte en cuanto aminoró el paso.
Después, la sala del juicio comenzó a llenarse poco a poco.
Janet no lo lograba entender. Un juicio, ¿para qué? Mario no había hecho nada malo, aunque las permanentes legislaciones dijeran lo contrario.
No lo podía creer. No quería aceptarlo. Más que nunca, Janet entendió que las leyes sólo estaban hechas a favor e interés de unos pocos y, al resto, perjudicaban más que beneficiaban.
Varios agentes custodiaban alrededor de Mario, que estaba sentado en una silla de hierro algo más apartado que los demás. En el extremo contrario, su mujer.
Janet había entrado al juicio abierto y estaba sentada entre los demás, sin perder ojo en todo momento.
Cuando el show empezó, comenzó Flor dando testimonio de lo que había ocurrido durante todas aquellas últimas semanas, pidiendo el divorcio y a la vez acusándolo de maltrato psicológico a ella y a su hija, poniendo en riesgo su vida con peligrosos y oscuros experimentos suyos.
Janet quería hablar, pero no podía. Según pasaba el tiempo, Mario, débil e indefenso, apenas podía salvaguardarse mientras Flor lanzaba ataques que lo culpaban al cien por cien.
El juicio transcurría y continuaban las conversaciones, como si aquello fuera un debate político de televisión; todo un circo que nada tenía que ver con los juicios serios de antaño. El Juez por la Democracia aparentaba posicionarse en Flor desde el primer momento por el tono de voz y las preguntas que le hacía. Mario no pudo hablar mucho porque no le daban la oportunidad.
Janet cada vez se asustaba más por lo que pudiera pasarle a su padre al terminar aquella pesadilla de mañana.
–Soy científico, sí –comentó Mario, respondiendo a una pregunta que le había hecho el juez–. He dedicado mi vida a esto… He experimentado con multitud de fórmulas. Pero, ¿quién se iba a creer tal aberración con la que ella ataca?
–¡Estás mintiendo! –saltó su mujer enseguida–. Por favor… Sea verdad o mentira… Las cosas están claras.
–Puede haber sido una simple excusa para el divorcio, sin fondo ni argumento –intentó defenderse Mario.
Janet no podía hablar, su palabra no servía.
–¡Una excusa para el divorcio!... Por favor, señor juez, mire, ¿usted cree que esta persona está bien? Mire qué pelos… Debería saber cómo es en realidad, en qué ambientes se junta, lo que habitúa a hacer y esa música satánica que escucha…
Janet estaba ardiendo por dentro de la rabia. Su madre sabía de sobra que esa música satánica no era nefasta por mucho que afirmara no gustarle. La conocía muy bien y jamás la había atacado de aquella forma con tal de ganar el juicio a toda costa, encarcerlar a su marido y llevarse una indemnización.
–¿Cómo dice? –se interesó el juez–. ¿Música satánica?
–Sí, señor. Música heavy metal. De esa que pegan gritos, las guitarras suenan distorsionadas y solo hacen más que hablar de violencia y de Satán.
–Es increíble –alucinó Mario–, es el típico argumento fácil que encontraría alguien que ve las cosas desde fuera sin tener ni idea. ¡Pero tú te has venido a conciertos con nosotros! ¡Conmigo y con tu hija! –señaló a Janet entre el público–. ¡A Suecia, a Londres… incluso al Headbangers Open Air de Alemania!
Nació un murmullo en la sala y una pequeña risa, como si Mario hablara un idioma diferente. El juez tambaleó la cabeza.
–Señor juez, por favor. Sí que es verdad –prosiguió Flor– que he ido a conciertos de heavy metal. Somos una familia y me ha tocado ir a varios, no lo negaré, pero tenía que cumplir. Ahí tiene a mi hija entre el público –señaló también a Janet– con esos pelos y esa chaqueta vaquera con estampas de dibujos de demonios. Tendría que ver cómo tiene su habitación, llena de… de delincuentes y vagabundos con el pelo largo y música diabólica y antisistema en una estantería. –Señaló a Mario–. Él es el único culpable. Él es el responsable. Él le ha influenciado y ha creado ese monstruo.
Janet ardía por dentro. Roxy y sus padres estaban al borde de la desesperación; no podían hacer nada. Si alzaban la voz, el castigo podría ser algo de lo que se arrepentirían de por vida.
–Además, señor Juez por la Democracia –prosiguió, agachándose y sacando algo de una mochila que tenía a sus pies– he traído una prueba. No la tengo de los supuestos viajes en el tiempo y raros experimentos que hizo con nuestra hija, como le comento, pero sí de hasta qué punto hemos llegado en la no cordura.
Sacó una camiseta negra de Mario que reconoció enseguida. En ella aparecía, sin más, la portada de Holy Diver de Dio, con un demonio en lo alto entre las montañas, sujetando una cadena en alto, y un hombre en la parte inferior.
Mostró la tela al juez y luego al público, que lanzó un pequeño gemido.
–Así era la música heavy metal –explicó el juez–, por suerte un movimiento ya extinguido… o eso parecía –observó a Mario esta vez de arriba abajo, desde sus vaqueros, camiseta totalmente negra y su pelo largo.
Mario ya no sabía con qué defenderse. Además, estaba debilucho después de una semana pasando frío, hambre y sin apenas dormir.
Poco después, el juez miró su reloj de pulsera, negando con la cabeza como si aquello se estuviera alargando más de lo normal y sin darle importancia al resultado final.
Finalmente, explicó:
–No se llega a un acuerdo claro. Aún así, en este caso yo creo que las cosas están muy claras.
»No hay pruebas para testimoniar que lo que haya hecho el señor Mario García, científicamente con su hija que usted narra –señaló a Flor– sea cierto. Es muy poco creíble que esto sea así, tal cual se lo ha contado a usted. De todas formas, creo que una cosa está clara, y es que usted, señor García, no debe estar bien de la cabeza para inventarse tales aberraciones de viajar en el tiempo. Y tenemos la prueba de las nocividades y felonías que tiene metidas en la cabeza con el tema de la oscura y siniestra música heavy metal y se las ha transmitido a su hija tal, como acaba de demostrar su mujer y, por supuesto, demuestra su físico.
–¡ALTO! –gritó Janet de repente y con todas sus fuerzas, poniéndose de pie. Todo el mundo, incluido el juez y sus padres, la miraron y guardaron silencio, con algo de temor–. ¡Es mentira! ¡No ha jugado conmigo psicológicamente!
–¿Y usted es? ¿Su hija? –preguntó el Juez por la Democracia–. Háganla callar, por favor.
Varios agentes se acercaron a ella, pero ninguno era el de la semana anterior. La agarraron de un brazo, la levantaron a la fuerza y la apartaron.
–Soltadme… No… Quitadme las manos de encima –susurró con voz ahogada y superando el terror que sentía por dentro.
La sentaron en otra silla, quedando algo cerca de Flor. Luego uno de los agentes se agachó y le dijo en voz baja, como si le echara la bronca a una niña que se estaba portando mal en el colegio:
–Eres tú muy valiente, ¿no? Pues ¿sabes qué pasa si vuelves a hablar antes de que el juicio termine? –Janet, que temblaba, negó con la cabeza–. Que te podemos llevar a un cuarto oscuro, donde nadie vea ni oiga lo que ocurra dentro. ¿Es eso lo que quieres?
Janet apretó los dientes. Observó a Roxy, que no había dejado de mirar en ningún momento, y la morena asintió.
La rubia se armó de valor, volvió la vista al agente, y respondió lo que pensaba:
–Tú y tu democracia me podéis comer el coño.
Éste dibujó media sonrisa.
–Dentro de poco –asintió, mordiéndose el labio inferior.
El juez, ya cansado, contempló sus dos extremos tan opuestos: a Flor, como una rosa, y a Mario, a punto de caer desvanecido.
–Bien, ya está bien de tonterías. Vamos a acabar con esto que ya es hora de dejar fuera la cordialidad.
Cogió aire. La sala entera mantuvo el aliento.
–Visto lo visto, no queremos especímenes raros en nuestra sociedad como redacta la ley. Así que, señor Mario, queda condenado…
A Janet se le aceleró el corazón e intentó lanzar un grito, pero no le salió la voz.
–…a un delito de alteración del orden público por su vestimenta y filosofía en la sociedad, a un delito de maltrato psicológico por el daño causado a su hija y a su mujer, y a un delito de insumisión a la autoridad por su manifestación rebelde y pública no autorizada como redactan los artículos 85, 45 y 103 de la Constitución Española de 2033. Por lo tanto, queda condenado…
El corazón de Janet iba a salir del pecho y ésta estaba a punto de explotar por dentro.
–…a prisión indefinida y la posterior pena de muerte por orden del Tribunal Supremo de Justicia.
Pegó un golpe con un martillo de metal en la superficie de la mesa, creando un ruido ensordecedor que cerraría el caso.
Rápidamente, los dos agentes que habían arrastrado a Mario hasta allí, lo volvieron a coger para llevárselo de nuevo al furgón.
Janet con lágrimas en los ojos se levantó y fue corriendo detrás.
–¡No, papá, no! ¡No podéis llevároslo!
Todo el mundo se levantó y empezó a salir. Janet tuvo problemas para llegar al exterior porque la multitud se oponía en su camino.
Al alcanzar la calle junto al gentío, sólo pudo percibir el furgón arrancar y alejarse…
Roxy, Carlos y María, que salieron detrás, también lo vieron marcharse.
Todo se volvió gris. Janet no se lo podía creer.
Vio a cámara lenta cómo el vehículo se alejaba más y más…
Y cuando ya estaba desapareciendo de la vista, cayó de rodillas, golpeándoselas, pero siguió mirando al frente.
Asumió la derrota, los ojos se le humedecieron y empezó a llorar y a llorar, cayendo en una profunda ansiedad…
Roxy bajo la vista a su amiga, derrotada en el suelo.
–Janet… –se acercó y le posó una mano en el hombro.
Janet sollozaba una y otra vez, con la cabeza baja.
–Lo siento, Janet –intervino María.
–Tranquila, nos tienes aquí –enunció Carlos con pena.
Janet se incorporó, se secó las lágrimas rápidamente con las manos y luego se levantó. Volvió la vista a la puerta del juzgado y divisó a Flor saliendo de él, entre risas, junto con dos amigas.
Janet fue corriendo a por ella.
–¡Janet! –chilló Roxy, preocupada por lo que pudiera hacer.
Se adelantaron a la muchacha a toda velocidad, que había levantado el puño, dispuesta a golpear a Flor, y la agarraron por detrás.
–¡ES TU CULPA! ¡TE ODIO! –gritó con todas sus fuerzas.
–Sí que ha hecho daño toda esa porquería que le gustaba a ese colgado –dijo una íntima de Flor.
Carlos, Roxy y María tiraban de Janet.
–Sí, es mi culpa casarse con un loco que se inventa cosas para darme a entender que es un gran científico y se quiere divorciar de mí. Al principio le creía, pero sea verdad o no, yo he conseguido lo que quería.
Finalizó Flor, con orgullo. Janet no podía contener su enorme cabreo.
–¡Te odio…! ¡Te voy a odiar siempre! –Y empezaron a tirar de ella hacia atrás, alejándola–. No quiero volver a verte… ¡Nunca! ¿Te enteras? ¡NUNCA!
Continuaron arrastrándola calle abajo.
***
Volvieron los cuatro a casa de Janet. Carlos y María prepararon algo de comer con la incertidumbre de no saber lo que iba a pasar a partir de aquel día. El padre de Roxy también estaba afectado por la noticia, pero ahora le preocupaba Janet más que nada. Su vida iba a ser muy diferente a partir de entonces y le iba a costar encontrar un futuro.
Así pasaron otros dos días: en casa de Janet con su amiga intentando apoyarla y animarla en la medida de lo posible.
Pero Janet se rebeló.
–Vamos a ver a Mario. Tengo que hablar con él.
–¿Qué? Pero en la prisión pueden estar los dos que intentaron entrar en tu casa, ¡es peligroso! –le aconsejó Roxy.
–¡Me da igual! ¡No puedo aguantar más!
–Nosotros tendremos que volvernos a Madrid en breve, Janet. ¿Te vas a quedar aquí o te vas a venir?