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17

 

Only the good die young

 

Cuando las dos amigas aparecieron en el despacho de Mario, se llevaron una grata sorpresa. Richard ya se encontraba allí, con la puerta abierta, y se llevó un buen susto al verlas a las dos aparecer en el interior del cuarto como por arte de magia.

La fórmula había funcionado sin problema y se había cumplido lo previsto. Pero el varón, inexplicablemente, estaba en el interior de la oficina.

–¿¡Qué haces aquí!? –exclamó Janet sin quitarle ojo.

El hombre, que estaba detrás de la mesa principal del despacho, señaló, después, la madera, alucinando. No había nada sobre ella. Luego bajó la mano y contempló a las dos amigas, pero no le salían las palabras.

–¿Qué pasa, te ha comido la lengua el gato? –vaciló Roxy. Pero Richard seguía sin contestar.

–Madre mía, éste se ha quedado sin habla al vernos aparecer… –susurró Janet.

–¡No! ¡No es lo que parece! –exclamó Richard de golpe y las dos amigas se armaron de rabia.

–¡Claro que no, machote! –ironizó Roxy, vacilona e imponente.

–¡Que no, en serio! –volvió a señalar la mesa– ¡No sé qué habéis hecho, pero en el momento que habéis aparecido…! ¡El ordenador de Mario también ha desaparecido de la mesa!

–El ordenador lo tenemos nosotras –explicó Janet.

Ninguno de los tres se había dado cuenta de lo fuerte que estaban hablando.

–¡No, a ver, no es lo que parece! ¡Escuchad, estoy salvando todo esto! ¡Alguien va a venir hoy!

–¿Qué? –preguntaron las dos amigas a la vez.

–¡Que sí, escuchadme! ¡Hoy va a venir Gerardo Pons, el máximo representante de Quimestry España desde Barcelona!

–¿El presidente, dices? –preguntó Janet.

El temor apareció en los tres; se veía claramente en sus caras.

–¿Sabes cuándo llegará? –insistió Janet.

–No lo sé, ¡no tardará! Pero ahora que lo pienso… ¡Ostras! –se echó las manos a la cabeza–. ¡Casi me dejo esto fuera!

Torpemente, salió del despacho con rapidez y se tropezó con todo lo que encontraba a su paso, haciendo ruido abundante.

–¡Con los nervios me había dejado la mochila fuera con todo y…!

Al atravesar el umbral, la cerradura de la puerta se enganchó con su camisa y, sin que lo pudiera evitar, se cerró tras él.

Janet y Roxy tenían los pies quietos. Habían contemplado la escena, comprendiéndolo todo en directo.

Richard empezó a golpearla.

–¡Eh, eh! ¡Abridme! ¡No me sé la clave y me he dejado las llaves dentro! ¡Abridme! –exclamaba insistente.

–¿Le creemos? –preguntó Roxy con mucha calma.

–Deberíamos… –respondió la rubia en su mismo tono–. Ahora sabemos cómo se quedó fuera y por qué intentaba abrir sin forzar la cerradura… Pues vaya un rescate de pacotilla…

Efectivamente: las llaves estaban encima de la mesa.

Janet abrió y Richard entró, cerrando la puerta tras de sí.

–Bien, lo dicho: Gerardo va a venir ahora. Cogedlo todo y salgamos de aquí. Tenemos que llevarnos todos los proyectos de tu padre, Janet.

Metieron en sus mochilas, con cuidado, todos los frascos de cristal que encontraban en las estanterías, dejando solamente los libros y las cosas que carecían de mucho valor.

Ninguno se estaba dando cuenta del ruido que hacían.

–Creo que ya lo tenemos todo –manifestó Janet.

Richard iba a hablar cuando Roxy le tapó la boca. Había percibido un ligero y bajo murmullo que venía del exterior, del pasillo. Roxy cogió corriendo su mochila y miró dentro.

–Juraría que he visto… Juraría que antes he visto la palabra «oficina» en… Aquí está.

El líquido era de un morado oscuro. En él, ponía:

 

Escapar del laboratorio y de la sede.

 

Roxy sonrió.

–Janet, ya lo tengo –explicó–. Vamos a beber esto y escaparemos de aquí.

Richard se acercó para leer el escrito. Fuera seguía oyéndose el murmullo y el hombre pegó la oreja a la puerta.

–No sé quién será… Oigo voces. Sólo espero que eso funcione –comentó.

–Escuchadme, tengo una idea –explicó la morena–. Nos metemos cada uno un poco en la boca y salimos. Si vemos que no podemos escapar de quien sea que haya, tragamos.

–¿Y por qué no tragar directamente aquí dentro? –preguntó Richard.

–Es peligroso –respondió–. Puede que… Puede que no salga bien. Hay esa ligera posibilidad de que las cosas no salgan bien, como siempre que bebemos y, sinceramente, prefiero no arriesgar más.

–Te estás obsesionando –inquirió Janet con una sonrisa.

–Y tú te has vuelto muy valiente últimamente… –contestó Roxy, temerosa–. ¿O es mentira lo que he dicho?

Janet negó con la cabeza.

–Está bien, está bien –asintió Richard–. Nos metemos el líquido en la boca y tratamos de escapar, y si no lo conseguimos…

–Tragamos –respondió Janet.

–De acuerdo.

Cogieron sus cosas y dieron un último vistazo a su alrededor para asegurarse de que no se dejaban nada de valor. Luego los tres se miraron y asintieron.

Abrieron la puerta del despacho y sólo se percibía oscuridad y silencio.

Salieron al pasillo.

–Quietos –se oyó decir.

A ambos lados tenían hombres de la Seguridad Española que les apuntaban con armas de fuego.

Los tres tragaron. Pero no ocurrió nada.

Permanecieron inmóviles.

–Las manos arriba, venga –ordenó un varón desde la derecha del pasillo.

Seguía sin suceder nada. La fórmula no funcionaba.

Un varón más se acercó con paso decidido. No había duda: era el mismo que les había hablado y amenazado el día anterior. Un poco de luz le iluminó el rostro y pudieron diferenciarle: era Gerardo Pons.

–¡Así que era verdad, hoy ibas a venir! –exclamó Richard.

–Veo que he llegado a tiempo –comentó con tranquilidad y con voz firme y ronca– y veo que… ¡Pero vaya, si es la hija de Mario! –y sonrió, acercándose a Janet–. Pequeña Janet… Sigue haciéndole caso al bastardo de tu padre y acabarás entre rejas como él.

Ojeó dentro del despacho, con autoridad, y vio que todas las estanterías estaban vacías.

Seguía sin ocurrir nada.

Janet se comenzaba a preocupar seriamente. Aún tenía en la mano el frasco vacío.

–Lleváoslas y cacheadlas abajo –ordenó a los agentes–, yo voy a registrar el despacho.

–¡Esto que haces es ilegal! –chilló Janet mientras la arrastraban.

Gerardo se volvió:

–¿Ilegal? –carcajeó–. ¡Qué ingenua eres!

Janet apretó los puños al escuchar esa palabra que tanto odiaba, ingenua.

Un policía la arrastraba cogida del cuello con un fuerte y grueso antebrazo. Alejándola de allí, Janet se atrevió a preguntar, como si le hiciera gracia:

–¿Y si te doy un billete de quinientos euros? ¿También te compro como si fueras mi prostituta?

El agente no supo qué contestar. Al menos, no al instante.

–Cállate, niña –autorizó después en un susurro.

–No eres capaz de negarlo, ¿eh?

El agente la ignoró mientras la arrastraba hasta el vestíbulo del edificio. Después alcanzaron la puerta principal donde había furgonetas de la Seguridad Española paradas en mitad de la calle y diez agentes custodiaban la entrada al edificio.

Una vez en el asfalto silencioso y frío, Janet pudo oir cómo el policía que tenía agarrado a Roxy le pregunto:

–¿Qué llevas en la mochila?

–¡A ti qué te importa! –vaciló Roxy, apartándola para que no la cogiera.

El policía cogió su pistola y le azotó con ella en un pómulo, con rabia y fuerza. Roxy respondió al instante y le golpeó en la cabeza con su mochila.

Se oyó un golpe seco y fuerte de cristales rotos y un líquido empezó a resbalar por la mochila.

–¡No, Roxy! ¡No! –chilló Janet.

Pero era tarde. La muchacha acababa de darse cuenta de lo que había hecho: se había perdido gran parte de los experimentos de Mario con el golpe.

Roxy se asustó. Varios policías se acercaron para reprimirla, entre ellos, algunos de los que custodiaban a Richard y a Janet. Le quitaron la mochila y el agente le volvió a golpear con la misma arma en la frente… y se oyó un disparo.

El movimiento había sido extraño, con la boquilla de la pistola hacia abajo, y el impacto había sido de tal magnitud que el arma se había disparado.

El policía dio un paso atrás, como si por primera vez se sintiera culpable, al mismo tiempo que Roxy caía de rodillas al suelo, con sangre en el pecho.

A Janet se le cortó la respiración. La escena le traumatizó y todos los agentes miraban a la muchacha morena desvanecerse y perder la consciencia mientras sangraba en el suelo…

Janet quiso gritar desgarradamente y quiso enfrentarse uno a uno con cada uno de los agentes, aunque supiera que no tenía ni la fuerza ni los medios para vencerles.

Sin embargo, con la respiración entrecortada y los ojos humedecidos, salió corriendo. Era la única oportunidad que tenía de escapar, aprovechando la confusión del momento.

Richard también lo intentó, pero un agente fue más rápido y lo cogió fuertemente del brazo.

–Dónde te crees que vas, ¿eh?

–¡Cogedla, que no escape! –oyó la joven que decía una voz masculina.

Janet corrió y corrió por la calle. Hizo un esfuerzo sobrehumano por huir de allí, mientras oía las rápidas y fuertes pisadas detrás de ella, casi rozándola.

La muchacha corrió y corrió sin rendirse. El toque de queda hacía que fuera más difícil escapar, ya que no había gente por la calle ni coches circulando.

Improvisó, dando la vuelta a varias manzanas y buscando un lugar para ocultarse. Al tratarse de Zaragoza, su ciudad natal, le resultaba fácil, ya que se conocía la mayoría de vías.

Al girar una esquina, ágilmente, se metió debajo de un vehículo, gateando. Vio los pies de los agentes pasar a toda velocidad, y se perdieron de vista.

Volvía a ser el momento: antes de que se dieran cuenta de que se acababa de ocultar, surgió de nuevo a la vía y marchó rápidamente en la dirección opuesta a la que habían partido los agentes.

Encontró la sede de la antigua hamburguesería de comida rápida donde estaba el pasadizo secreto que llevaba a Quimestry. Entró sin pensárselo.

El lugar estaba lleno de basura y de cartones por el suelo.

Janet se sentó en el suelo y se abrazó a su mochila mientras las lágrimas se le derramaban por la cara…

Pensó en Roxy, pensó en su padre, y pensó en Jorge…

Pero había fracasado. Ya no quedaba ninguno de los tres.

Se encontraba completamente sola, abandonada y perseguida. Sola sin sus tres allegados, abandonada por su madre y perseguida por la policía.

Sollozó al recordar la imagen traumática de su amiga cayendo al suelo con el pecho ensangrentado.

No, no podía morir. Era imposible… Su cabeza era incapaz de asimilarlo.

***

Dos horas después, en medio del silencio y la oscuridad, se asomó por la ventana que había entrado: no había nadie y reinaba la tranquilidad absoluta. Con miedo e intentando evitar a toda costa a los agentes, comenzó a caminar hacia su casa.

Cansada, sucia y deprimida, todavía con las marcas de las lágrimas en sus ojos, alcanzó su hogar, tumbándose en la cama al instante.

No podía hablar con su padre. Ya no podía ir a la cárcel a verle porque estaba perseguida y la detendrían allí, y era el único que podía ayudarla.

Para colmo, la poción que ambas pensaban que les salvaría, por alguna extraña razón, había fallado y no había hecho ningún efecto.

Tumbada en posición fetal con los ojos abiertos y llorosos, temblaba sin poder remediarlo, agarrada a su mochila.

No le quedaba nada por hacer más que entregarse a la policía.

No había perdido el miedo, pensó. Mario se había equivocado con su afirmación. Todavía era una ingenua y una temerosa.

Sin embargo, no se había dado cuenta de que todavía llevaba en su bolsillo izquierdo el frasco vacío del líquido que no había hecho ningún efecto.

Armada de rabia, sentada en la cama esta vez, miró el cristal, y en un rápido movimiento, lo aplastó contra la sólida pared, rompiéndose y cortándose la mano.

Dejó caer los restos al suelo mientras se miraba los rojos cortes que se había hecho y que empezaban a sangrar.

Iba a tumbarse en la cama cuando pasó la vista al frasco roto que acababa de dejar caer al suelo. Miró la pegatina blanca que llevaba, fijándose bien en algo extraño que tenía escrito en su parte superior: «Poción naranja», ponía.

¿Qué significaba eso? ¿Sería algún tipo de pista o solución?

Abrió su mochila y buscó entre todos los pequeños botes de cristal de diferentes colores y etiquetas. Pero no encontraba el de color naranja.

¿Y si se encontraba en la otra mochila y lo había roto Roxy?

Sin embargo, la joven se percató de que no era el único frasco, sino que varios más también tenían una referencia a la poción naranja y, hasta entonces, no se había dado cuenta.

Continuó revolviendo la mochila entre frasco y frasco, a punto de rendirse mientras no encontraba ninguno de tal color.

Pero cuando empezaba a desesperarse, lo encontró. Respiró hondo y leyó la pegatina blanca:

 

Si no ha funcionado, éste te sacará de tus problemas.

 

¡PELIGRO DE MUERTE! Sólo utilizar en momentos de máxima necesidad.

 

Janet se sorprendió. Leyó y releyó varias veces el letrero.

¿Qué quería decir? ¿En qué consistía si lo bebía y por qué había riesgo máximo de morir si se lo tomaba?

De fondo, se oyeron varias sirenas que aumentaban de volumen con cada segundo.

Haciendo caso omiso y manteniendo la calma, se quedó mirando el frasco, dudando si beber o no.

Levantó la vista y observó su estantería llena de discos, sus pósteres… Toda una vida que había dedicado a la música y que no quería dejar atrás; quería recuperarla.

Las sirenas de los furgones de la Seguridad Española aumentaban hasta prácticamente encontrarse debajo de su casa: iban a por ella.

Se levantó, firme y con tranquilidad, con la poción naranja en su mano. Salió de su habitación y se acercó a la entrada. Observó la puerta de acero principal mientras escuchaba cómo los agentes conseguían abrir el portal de debajo de su edificio y corrían por las escaleras para detenerla.

Sonrió. Estaba armada de valor y ya no temblaba.

No, no tenía miedo. La experiencia le había hecho perder la ingenuidad y le había hecho madurar. No tenía miedo a la policía, ni a la represión, y ni siquiera a la muerte.

Los fuertes pasos se oían cada vez más cerca. Janet iba a enfrentarse con ellos, cara a cara, con el único arma que tenía: la última poción que iba a beber.

De repente, un golpe seco derrumbó la puerta de su casa.

–¡ALTO, POLICÍA! –chilló uno mientras entraban varios agentes y le apuntaban con linternas y con armas de fuego–. ¡Quieta, no te muevas!

Janet levantó el frasco.

–Bajad las armas o beberé de esto y me suicidaré –enunció.

–¡Levanta las manos! –exclamó la misma voz.

Janet se encogió de hombros, como si le hiciera gracia y no le quedara más remedio.

Con total pasividad, bebió y desapareció del lugar al instante…

Todo se volvió oscuro. Sus sentidos se anularon mientras una voz anónima le preguntó en su mente: «¿Qué es lo que quieres?»

Janet se quedó pensativa, reaccionando de manera instintiva e ignorando la confusión que le hubiera producido el momento.

No sentía frío ni calor y no oía otra cosa que no fuera aquella pregunta que sonó en su mente…

–Quiero… –comenzó a contestar mientras respondía sinceramente–. Quiero reunirme con mi padre… Quiero reunirme con Roxy sin estar herida, y quiero… Quiero una solución… Quiero una solución, pero sé que Mario me la dará.

Se produjo un silencio. Al instante, Janet apareció en el salón de su casa, de día, y delante de ella se encontraban Mario y Roxy.

Los tres parecían confundidos y se contemplaron mutuamente con los pies en el suelo. Mario aún tenía el pelo rapado y el mono naranja: como si hubiera sido transportado desde la cárcel en la que estaba preso. Roxy se miró el pecho y descubrió que su camiseta estaba rota en el lugar en el que había recibido el disparo, pero no había herida ni sangre.

Janet levantó el frasco, ofreciéndoselo a Mario, quien lo cogió y leyó la etiqueta atentamente.

Luego levantó la vista hacia su hija, emocionado.

–¡Ha… funcionado! –comenzó a hablar–. No era el primero que bebías, ¿no?

–Bebíamos –y señaló a su amiga.

Janet fue entonces consciente de que Roxy ya no estaba herida y no pudo evitar lanzarse a abrazarla fuertemente. Al momento, agarró a su padre con los brazos con la misma intensidad.

Cuando se separaron, Mario habló:

–Lo que ha pasado es que, de repente, se han solucionado tus problemas, Janet. Tal y como habrás pedido al beber el líquido naranja, ¿no?

Ésta asintió.

–Una solución demasiado fácil, ¿verdad? No tienes ni idea de lo que te podría haber pasado…

–¿Cómo? ¿Qué me podía haber pasado?

Marío cogió aire y se le humedecieron los ojos. Luego explicó:

–Una vez perdí a un amigo… por culpa de esta poción.

–¿En serio? –se sorprendió Roxy.

–Es una larga historia… fue incluso antes de que naciérais y yo todavía estaba empezando con esto. ¿Ahora entiendes, Janet, por qué tengo el vinilo del Walls of Jericho de Helloween plastificado?

Su hija abrió la boca, comprendiéndolo.

–Fue un regalo de él. Es lo último que me queda, y aunque hayan pasado casi veinte años, todavía hoy me siento culpable… Pero nos metimos en un apuro y tuvimos que usar la fórmula naranja. Funcionó, pero él no lo contó. Y nunca me lo hubiera perdonado si a ti también te hubiera ocurrido. De todas formas, lo importante es que estamos aquí y la policía que te perseguía ha desaparecido también.

Janet sonrió.

–Pero, al parecer, no por ello han desaparecido todos los problemas…

–Bueno –manifestó Janet–, confié en ti y sugerí que fueras tú quien me los diera…

Mario sonrió también, orgulloso de ella, al escuchar aquellas palabras.

–Tú sí que sabes.

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