top of page

4

 

Get out of here

 

Había llegado el lunes por la tarde y Janet se encontraba en el avión de regreso a Zaragoza. Las dos amigas habían pasado deprimidas el resto del fin de semana. Cuando la madre de Roxy (que se empezó a preocupar por cómo se comportaban) les preparaba la comida o la cena, ninguna parecía tener hambre y se tiraban el resto del tiempo en la habitación, encerradas, escuchando música y hablando sin parar.

El avión aterrizó el lunes y, al cabo de un momento, Janet llegó al aeropuerto, cargada con su mochila y su maleta de ruedas. Allí la esperaba Mario con el pelo recogido y disimulado debajo de una chaqueta de terciopelo. Janet no dijo nada ni le sonrió al encontrarse con él. Mario sí se alegró de verla.

Comenzaron a caminar por el aeropuerto, ya que tenían que atravesarlo para llegar hasta el coche, al igual que tres días atrás.

–Anda, dame tus cosas que veo que no puedes más –sugirió Mario–. Te veo cansada, hija –se preocupó, pero Janet no reaccionaba. Mario siguió insistiendo–. ¿Qué tal todo? Según me dijiste ayer, el concierto fue bien, ¿no?

–Sí, papá, bien –contestó Janet, incómoda por tener que responderle.

–¿Estás bien, Janet? –preguntó más preocupado–. Es que te veo decaída… A ver si no habéis dormido bien, porque sólo salisteis el viernes para el concierto, ¿no? ¿Ayer os acostasteis muy tarde?

Pero Janet no respondió. No sabía qué contestar y ni mucho menos iba a entrar en detalles, pues Roxy y ella habían acordado no contar absolutamente nada a nadie de lo ocurrido. Había sido tan real aquel sueño que se preocupaba con que tuviera alucinaciones y realmente fueran imaginaciones suyas, pero esta vez era diferente porque Roxy también lo había vivido y estaba de testigo.

Durante el resto de la semana las dos amigas hablaron absolutamente todos los días. Janet, cada mañana que se levantaba, lo hacía con la esperanza de que despertara en los años ochenta como la primera vez, pero los días pasaban y no volvía a ocurrirle nada fuera de lo común. Incluso estudiar cada vez se le hacía más cuesta arriba y septiembre se acercaba, pero aquello le había dado tan fuerte que ponerse a empollar se convertía en una tarea imposible.

***

Cuando sólo había pasado media semana, había sido tal la emoción y las vueltas que le había dado desde entonces que parecía haber pasado una eternidad. ¿Realmente habían viajado en el tiempo? Era algo irreal e imposible por mucho que la tecnología hubiera avanzado.

Una tarde, cuando ya había pasado poco más de una semana y seguía sin poder concentrarse, se puso a mirar discos en su estantería y halló uno que todavía no se había atrevido a coger. Parecía mentira que estuviera a punto de haber visto a Banzai en directo, aquel grupo mítico de heavy español.

Roxy y Janet habían seguido hablando el resto de días, y aunque intentaban conversar de otra cosa, siempre salía el tema del sueño. Lo llamaban así para que ellas mismas no se hicieran la idea de que estaban locas y habían viajado en el tiempo. Ambas guardaron la esperanza durante todos los días de despertarse y no encontrarse en su época, pero no fue así. Y aunque hasta entonces cada disco que escuchaba ya le transportaba a dicha década, ahora que había estado allí sentía la música y la emoción aún más.

Aprovechando que dentro de poco iba a ser el cumpleaños de la madre de Janet y le querían dar una pequeña fiesta sorpresa familiar, Roxy iba a ir a Zaragoza para el siguiente fin de semana. Roxy era como parte de la familia; como una hermana que vive lejos. Sobre todo cuando Janet y Roxy eran pequeñas estuvieron muy unidas gracias a Mario y a Carlos, el padre de Roxy, que quedaban y viajaban constantemente con ellas. Incluso las llevaban a conciertos al extranjero, como el último que estuvieron en Suecia.

***

Janet estaba desayunando una mañana con su madre cerca, que limpiaba. Aún era miércoles. Faltaban dos días para que llegara Roxy y Mario había ido a trabajar. Al parecer, Flor no tenía que ir a la panadería ni ese día ni el siguiente.

–Janet, no te estoy viendo estudiar nada últimamente. Falta menos de un mes para los exámenes y tendrás que ponerte las pilas a última hora como te pasa siempre. ¿Cuándo los tienes?

–Pues… los días dos y tres de septiembre –contestó ésta.

–Lo que decía, menos de un mes. Y mañana vendrá Roxy y no harás nada hasta el lunes –se quejó su madre.

Janet no dijo nada, prefirió callarse por evitar comenzar una discusión. Pero Flor continuó.

–¡Empiezo a estar harta de los dos, de ti y de tu padre! ¡No sabes cuánto!

Era lo más normal. Flor siempre se quejaba una y otra vez de todo. Aquel día soltaba su ira mientras limpiaba y Janet terminaba de desayunar rápido para no escucharla más.

Poco después, Janet ya estaba delante de su ordenador hablando con Roxy y haciendo los pequeños planes que hacían siempre que se iban a ver.

–¿Has conseguido algún disco o vinilo nuevo? –preguntó Roxy en mitad de la conversación.

–Pues ahora que lo dices, tengo que pasarme hoy sin falta. Me dijo que recibiría algo estos días –contestó Janet.

–Aquí tampoco. Lo que hay es de segunda mano y está muy viejo, no merece la pena ni comprarlo por muy baratos que estén ya.

Continuaron hablando sobre los discos que se iba a llevar Roxy y qué cosas harían una vez estuviera allí. Nunca salían de casa y menos por la noche, no sólo por el toque de queda nocturno (que se abstenía la mayoría de viernes y sábados para que muchas discotecas y bares nocturnos pudieran hacer su negocio), sino porque no compartían gustos con los amigos de Janet y preferían quedarse en casa.

Janet llegó en poco menos de cinco minutos a la tienda de José, pasando al lado del asfalto liso y de un par de edificios (entre ellos el suyo) de ladrillo que aún quedaban en pie. El resto eran altos y modernos edificios de acero.

En la tienda, la única novedad que le pudo traer el comercial fue Denim and leather de Saxon, aparentemente muy viejo y desgastado. Seguramente la primera versión original de 1981 sin reeditar.

–¡Uf…! Me tienta, pero si está muy viejo tampoco sé si llevármelo… –murmuraba Janet mientras lo observaba y sujetaba con las dos manos.

–Lo que quieras. Ya sabes que puedo conseguirte alguna reedición, que hace unos cuantos años sacaron unas dos mil copias nuevas para venderse en Inglaterra y Estados Unidos.

Finalmente, Janet salió de la tienda con las manos vacías. Tenía la suerte de vivir cerca de allí y no tener que irse lejos, así podía ir de vez en cuando y poder ver qué le había traído.

Tras subir en el ascensor a su piso en apenas tres segundos, abrió la puerta de acero de su casa con la sensación de que algo raro ocurría dentro, pero esta vez no era por haber cambiado de época ni mucho menos.

Se asomó al salón y vio a sus padres de pie, separados por tres palmos, con cara agria, y a la vez tensos y nerviosos. La miraron cuando cruzó el umbral de la puerta y la cerró tras de sí. Janet no dijo nada; estuvo a punto de preguntar lo que ocurría pero, finalmente, pasó de largo y entró a su habitación, desde donde podía oír a Flor continuar la discusión:

–Y ahora qué, ¿eh? ¡Otro medio año fuera de casa!

–Pero que ya te he dicho lo que hay y no puedo dejar pasar esta oferta. Además, sabes que aun así intento venir siempre que puedo –contestó su marido, con un tono de voz algo temeroso.

Janet entró a su habitación y dejó la puerta entornada, oyendo la conversación desde dentro.

–¡Como la última vez! ¡Tuve que recordarte que tenías familia! ¡CUATRO MESES! ¿Me entiendes? ¡TE FUISTE Y ESTUVISTE CUATRO MESES SIN VENIR!

–¡Bueno, pero sólo ha pasado aquella vez, esta vez intentaría venir por lo menos cada mes un par de días!

–¡AH, O SEA, QUE YA DAS POR HECHO QUE TE VAS A IR! –gritaba Flor.

–¡Te he dicho que no puedo dejarlo escapar! Es fundamental para mi carrera profesional. ¡Deberías alegrarte por lo menos!

La casa se quedó en silencio. Janet no se atrevió a poner música ni a hacer algo de ruido. Dio al botón de encender su ordenador portátil y en apenas medio minuto ya estaba buscando cualquier programa para entretenerse y no quedarse quieta en el silencio.

Se oyeron unos pasos. Era Flor entrando en la cocina con Mario detrás.

–Me tienes harta, ¿lo entiendes? ¡Harta! –recitó su mujer, intentando mantener la paciencia–. Siempre igual, siempre lo mismo. No puedes quedarte aquí. No puedes montar tu propia empresa. ¡Estoy harta de tener que estar siempre así!

Mario no dijo nada. Se quedó todo en silencio hasta que por fin, mientras su mujer intentaba coger algo para empezar a preparar la comida, éste contestó.

–No es mala idea… –dijo, y Flor se volvió para reprochar, pero Mario fue más rápido–. Ya, ya sé que no es la primera vez que me lo dices y te he contestado siempre que no. Bueno, mira, tendré que irme. Pero intentaré que sea la última; intentaré que cuando vuelva no me toque irme de nuevo, y ahora de verdad. Como dices, puedo intentar buscarme la vida por mi cuenta… –contestó por compasión.

–¿Sí? ¿Y qué harás? –preguntó Flor, estúpidamente.

–Bueno, no creo que sea fácil para mí irme de aquí, estoy desde que acabé la carrera con veintipocos años. Pero intentaré hacer lo que pueda…

Parecía que su mujer captó que intentaba hacer algo por solucionar las cosas y hasta le cambió la cara.

Janet seguía en su ordenador sin quitar oído a la conversación. Sabía que sus padres discutían constantemente (discusiones que, al parecer, Flor siempre empezaba) y habían tenido anteriormente alguna tan fuerte como la que estaba ocurriendo aquel día. De pequeña no recordaba nada parecido, pero desgraciadamente parecía que con el paso de los años aumentaban en número y en intensidad.

***

Pasaron los días y, al llegar el viernes, Roxy aterrizó en Zaragoza. No se habían visto desde hacía dos semanas atrás, desde aquel fin de semana traumático en que las dos se despertaron en 1984.

Llegada la noche, se encontraban los tres en casa y Flor llegó poco después. Al día siguiente iba a ser su cumpleaños y, a la hora de la comida, una amiga de ella, de fuera de la ciudad, iba a venir de sorpresa con un pastel de su misma panadería que había encargado Mario un par de días antes y Flor no se había enterado. Al ser diabética, quisieron partir la tarta redonda en dos partes separadas: una sin azúcar para que comieran su amiga y ella todo lo que quisieran (Janet desconocía si también por algún caso de diabetes) y otra para los otros tres (Janet, Roxy y Mario), y como tenían la oportunidad de encargar algo así, parece ser que Mario no quiso dejarla escapar.

Aquella misma noche, cuando las dos amigas se iban a dormir, se quedaron mirando con gesto entre preocupación y miedo ante lo que pudiera pasar. Todavía no habían hablado en todo el día de nada relacionado con los supuestos sueños que habían tenido.

¿Sueños? No, no eran sueños. Era demasiado real: podían tocar y sentir las cosas, y luego acordarse de todo como si lo hubieran vivido realmente.

–Roxy, escucha… Si por lo que fuera hoy… ¿viajáramos? –dijo Janet y Roxy se rio–.  Bueno, bueno, soñáramos con lo de la otra vez… mañana al despertarnos volveremos a comparar los dos sueños. Y, dentro de ellos, intentaremos traernos algo de allí, quizá alguna marca en nuestro cuerpo o algún objeto, a ver si realmente es algo que vivamos o una simple… visión en nuestra cabeza.

La idea parecía gustar a Roxy, pero a ninguna de las dos se le pasaba por la cabeza el contárselo a alguien más porque las podían tomar por locas. Sólo ellas dos lo sabían y era su intención, al menos, para un largo tiempo.

***

Janet se hallaba junto a su amiga Roxy y un montón de fans locas e histéricas enfrente de una valla. Era 1987 y estaban a punto de entrar a ver a Whitesnake en la gira que presentaban uno de los discos más importantes de su carrera, conocido por el nombre de ese mismo año en que había salido.

Un instante después, David Coverdale hizo acto de presencia rodeado de escoltas, con su pelo y cardado, y su peculiar chaqueta de cuero llena de tachuelas.

Todas parecían locas y no paraban de empujar a Janet y Roxy que estaban pegadas a la valla y veían pasar a Coverdale en primera fila. En cualquier momento parecía que iban a tirar las vallas de los empujones…

***

Llegó la mañana siguiente y Janet se levantó. Esta vez descansada y con poco que contar. Sabía que había estado soñando pero sólo recordaba la escena de ella y su amiga viendo al cantante de Whitesnake entrando en el Palacio de Deportes de Madrid antes de dar un concierto. Pero de aquello estaba segura de que había sido un sueño típico, ya que no era tan real como los otros y sólo fueron imágenes que percibió en su mente.

Aun así, se lo contó a Roxy, pero esta vez no coincidían en nada.

–Creo que eso de ver a Coverdale ya es parte de mi obsesión. La verdad es que no era la primera vez que lo soñaba  –rio Janet.

–Yo no recuerdo qué he soñado, pero desde luego no era nada musical porque tendría algún pequeño recuerdo...

Al parecer Roxy se había despertado poco antes que Janet. Ya era casi medio día y habían tenido la suerte de dormir casi toda la mañana al ser sábado. Por un lado, era algo decepcionante que en esta ocasión no hubiera ocurrido nada fuera de lo común, pero por otro les asustaba que así hubiera sido. Ya asimilaban que el estar juntas les podría afectar para que ocurriera, pero esta vez no había funcionado.

Después de vestirse y comenzar sus habituales conversaciones sobre hard rock, el padre de Janet abrió la puerta de la habitación tras tocar.

–Ahora que tu madre no me oye –dijo en voz baja–, su amiga vendrá dentro de nada, me ha escrito al iPhone. ¿Estáis preparadas? –éstas asintieron rápidamente con la cabeza–.  Creo que no se espera nada, está preparando la comida para los cuatro tranquilamente… y me parece que está mosqueada porque aún no le hemos felicitado nadie.

Janet y Roxy se quedaron preparadas mientras seguían conversando entre las dos, y Mario continuó ayudando a Flor en la cocina.

Al buen rato sonó el timbre, Mario abrió y apenas diez segundos después, gracias a la velocidad del ascensor al subir, la amiga de Flor ya estaba cruzando el umbral de la puerta.

Fue la madre de Janet quien abrió y se encontró con su allegada. La felicitó mientras entraba entre sonrisas y pequeñas palabras, aunque no pudieron darse un abrazo porque llevaba la tarta envuelta en sus manos.

Las dos amigas salieron de la habitación hasta llegar al salón, donde ya estaban todos allí. Fue en ese momento cuando tanto Mario como Janet y Roxy la felicitaron. Era evidente que se había pensado que ya se habían olvidado todos de su cumpleaños.

Con el pastel encima de la mesa y la comida sin terminar de hacer, Flor y su amiga Carla, una mujer de su misma edad y estatura, delgada y de pelo corto, empezaron a conversar sin dar tregua.

Al rato de ver que no pintaban nada, se aburrían y no entraban en sus conversaciones, Janet y Roxy se fueron lentamente. Mario parecía estar en las mismas, pero estuvo riéndose mientras veía cómo las dos jóvenes abandonaban el comedor con cara de aburrimiento.

–Si acaso me voy con vosotras, que la conversación va para rato y eso que hablan mucho por Skype –bromeó Mario.

Instantes después, la comida estuvo hecha, pero esta vez para los cinco. La conversación entre las dos adultas continuaba, aun estando todos en la mesa. Mario de vez en cuando miraba a las dos jóvenes e intentaba unirse a ellas en una conversación diferente sobre música.

Terminaron de comer y sacaron el pastel que había traído Carla. Mario la preparó en la cocina con sus cuarenta y tres velas y la sacó para que su mujer soplara. Estaba dividida en dos colores perfectos que se diferenciaban en que uno tenía azúcar y el otro no, lo cual Flor agradeció.

Mientras comían, las dos mujeres seguían conversando de sus cosas y Mario no dejaba de quitarles ojo a las muchachas jóvenes.

Al buen rato, aún sentados y con el plato con la porción sin azúcar que había sobrado, Mario se levantó, lo cogió y lo guardó en la nevera.

–Para la noche, si queréis –dijo, refiriéndose a Flor y Carla.

Pero parecía que estaban tan inmersas en la conversación que no lo habían oído.

–¡Mamá! –chilló Janet.

–¿Qué? –se volvió ésta de repente–. ¿Me dices a mí? Vale, vale… –susurró, y con las mismas se volvió y continuó charlando.

Mario volvió a aparecer en escena y de repente dijo en voz alta, aunque sabía que sólo le escucharían Janet y Roxy:

–Creo que yo me voy a tumbar un rato, a bajar la comida. Pero me voy a mi cama en vez de al sofá, no hay quien duerma con este par de loros… –bromeó, y aun así, las adultas parecían ignorarle.

Janet y Roxy se metieron en la habitación de la anfitriona y se pusieron a escuchar música.

Buscando algún vinilo que poner, Janet cogió un disco de color negro y se lo pasó a Roxy entre toda su gran colección.

–¡Tía, no sabía que lo tenías! –exclamó, observándolo. Parecía ser original de los ochenta y estaba muy bien conservado. En la portada salían los cuatro músicos en una oscura y siniestra celda, entre los cuales, una mujer vestida de cuero, que era la que cantaba, estaba en medio.

–¿Cómo que no? Pero si juraría que te lo conté, lo tengo ya un año por lo menos.

Arriba a la derecha ponía en letras rosas: SANTA. Y abajo del todo, formando cada letra una casilla: REENCARNACIÓN.

–Pues no sabes lo que tienes. Menudo clasicazo, vaya mujer era Azucena…

Alucinaba Roxy, emocionada, mientras miraba la portada y sacaba el disco.

–Pues vamos a ponerlo, ¿no? –continuó.

Comenzó a sonar el himno del disco, Reencarnación, mientras conversaban sobre grupo y de los tres discos que llegó a sacar.

–Creo que me he hinchado a tarta… –murmuró Roxy cuando terminaba la canción.

–Sí, creo que yo también. A mí me está entrando sueño, me pasa muchas veces después de comer… –contestó Janet.

–Yo estoy en las mismas. Si acaso descansamos un rato mientras lo escuchamos.

Pero sin obtener respuesta, Janet ya se había acercado a su cama y estaba acostándose boca arriba con las manos en la barriga.

 

Fuera en la calle

Hay algo muy fuerte que tira de ti

¡Huye de aquí!...

 

Rezaba, ahora, la voz de Azucena en el disco. Sonaba el estribillo de la siguiente canción, titulada Fuera en la calle.

Y, entonces, eso mismo fue lo que ocurrió…

***

Roxy fue la primera en despertarse. Viendo a Janet aún dormida, salió de la habitación y buscó la cocina por la silenciosa casa para beber agua. Seguía cansada y no parecía haber dormido nada. No tenía ni idea de la hora que era, pero aún era de día. Sin embargo, al no ser su casa, no fue consciente de muchos detalles que ahora habían cambiado.

Al entrar a la cocina, al ver los muebles de madera, la puerta principal del mismo material y la piel de los sofás débil y antigua, fue cuando se hizo una idea de lo que acababa de ocurrir.

Los ordenadores, tablets y móviles habían desaparecido, y la televisión era pequeña y de tubo en vez de plasma, además de color gris y tenía un solo altavoz a la derecha junto a los botones para cambiar de canal. La casa estaba vacía de gente.

Volvió a la habitación y Janet se acababa de despertar. Tenía cara de asombro: era posible que al no ver su ordenador y no notarse descansada, se diera cuenta de que ya no estaban en su época.

Ambas permanecieron mirándose sin decir nada. Roxy en el umbral de la puerta y Janet sentada en el colchón. Un instante después y sin quitar ojo alguno, ambas sonrieron.

No tardaron ni dos minutos en salir a la calle. Parecía que habían vuelto a su real época, donde para ellas todo era perfecto, la tecnología no inundaba la vida cotidiana y aún había mucho que investigar y descubrir. Pero sobre todo, la época donde más libertad había existido y donde había predominado el movimiento que las ha impulsado para vivir día tras día y hacerlas felices: el rock.

Zaragoza no era Madrid. Janet no tenía ni idea de adónde podían ir, aunque lo primero que hicieron fue mirar sus carnés de identidad.

Haciendo cálculos, en esta ocasión se encontraban en agosto de 1987, ya que el papel plastificado decía que habían nacido en 1971.

–Buena época, desde luego. Todo sea calcularlo, ya que el hecho de que tengamos 16 años no nos lo quita nadie  –dijo por primera vez Roxy al mirar el carné de ambas.

Bajaron a la tienda de ropa que había debajo de casa de Janet, alucinando con toda la que había, de la misma forma que la mañana cuando entró por primera vez. Le recordó a aquel primer viaje en el tiempo mientras veía la indumentaria ochentera y, por supuesto, allí seguía aquella chaqueta roja que le encantaba. O era la misma, o había allí una igual que la que hubo en 1981.

La dependienta, la misma pero con varios años más, las observaba sorprendida, una vez más, por verlas tan motivadas en una tienda común de los años ochenta.

Un rato después fueron a la tienda de discos. Ya no estaba el barbudo de 1981 pero allí seguía el negocio. Llena, sobre todo, de melenudos con indumentaria de cuero y vaquera: el movimiento de mayor popularidad en aquel momento, el rock en estado puro.

–Creo que no puedo salir a la calle… –murmuró en voz baja Janet a su amiga, una vez en la tienda.

–Lo sé, esto de venirnos a otra época y ver esto, no debe de ser muy bueno para nuestra salud mental… –bromeó Roxy.

Continuaron viendo discos y más discos de la época, encontrándose con más de una joya impensable que verían algún día.

–¡Mira, el Walls of Jericho de Helloween! –exclamó Roxy–. Lo tenéis, ¿no?

–Sí, pero sólo para mero coleccionismo… Vamos, que no lo puedo escuchar. ¿Me va a explicar Mario algún día por qué está plastificado?

Al cabo de casi dos horas en la tienda que pasaron volando, salieron buscando algún sitio donde poder encontrar más cosas del movimiento, ya que no podían comprar nada.

–¿Buscamos algún bar heavy? –preguntó Roxy–. Aunque no tengo ni idea de donde puede haber…

Janet miró a los lados de la calle y vio un bar típico que hacía esquina. Estaba lleno de cuarentones y cincuentones que seguramente no entenderían lo que significaba eso de heavy a pesar de que estaban en la época de mayor esplendor rockero. Sin embargo, las dos amigas entraron sin miedo.

Notaron que el ambiente estaba lleno de humo: la gente fumaba como algo normal y corriente, y bebían hasta reventar, mientras una pequeña televisión al fondo mostraba un partido de fútbol cuyos colores de pantalla eran débiles y costaban verse. Pero todos allí parecían no quitar ojo y disfrutaban, cada uno con su cerveza y su cigarro en la mano.

–Espero que por respirar esto no me de cáncer de pulmón –comentó Janet, poniendo cara agria al respirar, por primera vez, ese horrible y desagradable humo.

En las paredes del bar había cuadros llenos de toros bravos de distintos tamaños que corrían en plazas de toros. También un torero, un picador o la plaza circular roja de fondo acompañaban al toro, y alguna que otra bandera de España en las paredes, con el mismo escudo y colores que aún se llevaba en 2052.

Se acercaron las dos amigas a la barra. Esperando que el camarero les atendiese, Janet dijo a su amiga:

–Habla tú.

–¿Yo? Ay, Dio… Venga, vale –contestó Roxy, entendiendo que ésta era demasiado tímida.

El camarero, un hombre calvo y con muy poco pelo, que aparentemente rozaba los cincuenta años, se acercó despacio y mirándolas extrañado por sus camisetas de grupos, sus pelos cardados, sus chalecos, sus cinturones con cadenas y sus labios pintados de rojo; como si no fuera el lugar idóneo para ellas.

–Perdone, ¿sabe de algún bar de nuestro rollo?

El camarero sonrió aun más mientras apretaba los ojos y los volvía a abrir.

–¿Perdón?

–¡Algún bar de rock, nuestro rollo! Ya sabe, gente vestida de negro, pelos largos, guitarras…

Pero en mitad del partido, y sin que Roxy parara de hablar, todo el mundo se calló y escuchó lo que recitaba, dejando de fondo nada más que al comentarista del partido.

–…cadenas, chupas de cuero… Ya sabe, de heavy metal.

La muchedumbre seguía en silencio. Allí había por lo menos veinte personas y parecía que no sabían si reírse o no.

–¡Ah, ya! –contestó el camarero en voz alta para que todo el bar lo oyera–. Sí, pero creo que os habéis equivocado, ¡aún quedan varios meses para Halloween!

Esta vez sí, y como era de esperar, todo el bar lleno de hombres maduros rompió a reír de manera ignorante (aunque no supieran que era eso de Halloween porque en España no se celebraba, entonces).

Las dos se quedaron quietas sin saber qué decir. Janet sintió vergüenza y humillación pero Roxy se mosqueó.

–¡Mira, tío! ¡Vete a tomar por culo! –soltó Roxy con voz macarra.

–¡A tomar por culo os vais vosotras! ¡Venga, a la calle, mujeres! –algunos seguían riéndose de las palabras del camarero–. ¡O a la cocina, donde prefiráis!

Mientras el resto continuaba carcajeando, Janet tiró del brazo a su amiga para salir. Estaba claro que no había sido el mejor sitio para entrar.

–¡Eh! ¡Ni la toques! –exclamó de repente y por encima del vocerío la voz de un joven que salía del baño.

Se acercó cabreado y con paso firme. Era un muchacho delgado y alto, de piel blanca y de pelo largo, bufado y moreno. Lucía una camiseta de AC/DC, un chaleco vaquero desabrochado y unos vaqueros que no llegaban a ser de pitillo.

–¿¡De qué vas, tío!? –chilló al camarero–. ¡Eres lo peor! ¡Machista de mierda!

Janet y Roxy esta vez se sentían más protegidas. Aunque no lo conocieran de nada, sólo viéndole físicamente ya podían poner toda su confianza en él.

Al pronunciar esas palabras, todo el bar volvió a guardar silencio salvo algún murmullo de voces graves que quedó de fondo. El camarero se quedó mudo y dudó en un primer momento.

–¿Con esas vamos? –preguntó finalmente–. Venga, todos a la calle. ¡A la puta calle, venga! –chilló al ver que nadie se movía.

–¿Me echas a mí también? –preguntó el joven, sin esperar respuesta–.  De acuerdo, ¡gracias por la comida y por las tres cañas! –ironizó.

Esta vez fueron Janet y Roxy quienes rieron. Al instante, tomaron paso hacia la puerta y pisaron la calle. El joven comenzó a andar hacia arriba.

–Venid, vamos a alejarnos un poco –sugirió mientras caminaba.

Las dos lo siguieron unos cuantos pasos calle abajo hasta llegar a un parque. Siguieron andando hasta encontrar un banco de madera donde se sentó el muchacho y luego ellas.

–¿Estáis bien? No teníais que haber entrado ahí.

–Era la primera vez que íbamos, sí –contestó Roxy por romper el silencio.

El joven sacó un paquete de tabaco de su bolsillo. De él, un cigarro, luego un mechero y se lo encendió. Les enseñó el paquete abierto a ambas amigas, gesto con el que les ofrecía un cigarro, y ambas negaron intentando mantener la calma y la normalidad ante tal propuesta que para ellas era una locura.

El joven le pegó una calada mientras cerraba el paquete con la otra mano y las observó mientras echaba el humo por la boca.

–¿Sois de aquí? No tenéis mucha pinta –las dos permanecieron en silencio. Janet no era capaz de decir que vivía a un par de minutos–. Bueno, supongo que andaríais buscando algún garito heavy, pero están algo lejos de aquí –declaró con voz barriobajera.

–Eso es lo que ha pasado –contaba Roxy, superando su timidez–. Que hemos entrado preguntando por uno, y vamos…

–No sé por qué me lo imaginaba –contestó, suspirando y mirando al cielo. Después se apoyó en el respaldo–, y eso que sólo he visto el final. Habéis ido al peor bar de toda la ciudad, ¡si sólo había que ver cómo estaba decorado!

Se quedó todo en silencio por un momento mientras de fondo varios niños jugaban en columpios oxidados de hierro y suelo de gravilla.

–Yo es que por Zaragoza no salgo mucho –continuó el varón–. En verdad salgo más por Madrid. Mi novia es de allí y aquí no suelo salir mucho; prefiero ahorrar, que luego me esperan unos cuantos kilómetros con el coche. ¿Alguna vez habéis estado por allí?

Las dos muchachas negaron con la cabeza.

–¡No sabéis lo que os perdéis! Ya veréis el día que vayáis, ya. Ya os digo que allí tengo a mi novia. A veces voy yo y a veces viene ella. Lo típico. Y por cierto, ¿cómo os llamáis? –preguntó el muchacho.

–Yo Roxy y ella Janet –y su amiga asintió, sonriéndole al muchacho mientras lo miraba–. ¿Y tú?

–Yo soy Santi –se presentó. Se acercó a Janet que era la más cercana para darle dos besos, e incluso se levantó del banco para dárselos a Roxy–. ¡Genial el conoceros!

–Igualmente, igualmente… –murmuraron las dos casi a la vez. El placer de conocer a un rockero auténtico de los 80 era mucho más para ellas.

Ambas lo observaban detenidamente. No perdían ni un detalle de sus gestos y se fijaban en él como si estuvieran en un museo arqueológico disfrutando de lo que podían percibir con la mirada.

El heavy volvió a apoyarse en el respaldo. Le pegó la última calada al cigarro y lo tiró a un par de metros al suelo, como si de algo tan normal y corriente se tratase.

–¿Entonces nunca habéis estado en Madrid? ¿Para conciertos tampoco? –insistió.

–No… bueno… ¡Sí! –contestó Roxy.

–¿Ah, sí? ¿Habéis estado en los bajos de Argüelles?

–Eh… A ver, espera… No, estuvimos en un concierto, en el 84, viendo a Banzai en el Pabellón de Deportes. Bueno, o más bien casi…

El chico sonrió y le interrumpió:

–¡Pues a mí me hubiera encantado ir a ese! Pero aún no tenía el carné ni coche… ni novia por allá. ¿Y ya está? ¿No habéis salido por allí? –continuó insistiendo.

–No, la verdad es que salir no –contestó Roxy mientras Janet negaba, dándole la razón a su amiga.

Al nombrar Santi a Argüelles como una zona de marcha heavy, Roxy recordó que en una ocasión le contaron que una vez hubo unos Bajos de Argüelles en Madrid, lleno de bares heavies que murieron poco a poco a consecuencia de la presión del ayuntamiento, y que ya en 2052 era todo un centro comercial.

Santi se tocó la barbilla con la palma de la mano.

–Pues algún día os tendréis que venir. ¿Sois de aquí, de Zaragoza?

Improvisadamente, las dos asintieron con la cabeza.

–Pues lo dicho, ¡un día que vaya, os venís!

Janet y Roxy sonrieron sin tenerlo muy claro. Parecían haber conseguido confianza con él muy rápido, pero si las llevaba a Madrid, para ellas sería todo un placer.

Santi, mientras tanto, se fumaba otro cigarro con total naturalidad.

–Oye, por curiosidad –preguntó Roxy al fin–, ¿y tú qué hacías en aquel bar?

El chico rio, aunque tenía la respuesta clara.

–Ver el partido, sin más. He ido alguna vez, y sí, se me han quedado mirando por las pintas y seguramente también se habrán quedado a punto de soltar alguna chorrada. Esperaba que lo hicieran algún día, porque cuando ocurriera no iba a volver, hasta que ha pasado lo de hoy. Tú estás muy callada que no dices nada, ¿no? –sonrió, dirigiéndose a Janet que era la que más cerca tenía y no había hablado todavía. Janet rio e intentó decir algo.

–¿Yo? ¿Qué quieres que diga? –preguntó, sonriente.

–No sé, ¡un cigarro, lo que sea! –exclamó, y al oír la palabra cigarro las dos amigas se estremecieron–. Bueno, imagino que no viviréis por aquí. Yo soy de este barrio. No hay mucho, salvo el parque para unos litros, la tienda de discos y poco más. ¿Tenéis prisa? ¿Se os ocurre algo que hacer?
Ninguna estaba acostumbrada a que alguien fuera tan extrovertido ni que preguntara tanto. Al oír sus últimas palabras, las dos se miraron.

–No tenemos prisa, no. En verdad no habíamos quedado con nadie, sólo salíamos a dar una vuelta –volvió a contestar Roxy, dándole Janet la razón con la cabeza.

–Yo vivo aquí enfrente, si queréis vamos a mi casa y os enseño mis elepés y casetes –sugirió el joven.

Ambas asintieron. Santi tiró el cigarro a varios metros tras darle la última calada y se levantó, rumbo a la acera por la que habían venido. Janet y Roxy le siguieron, cruzaron la calle y pasaron por la puerta de tienda de música.

Un par de minutos después, se encontraron en un portal de cristal débil, como el que predominaba en toda la ciudad y de los que se llevaban en la época. Santi abrió la puerta con las llaves que llevaba en el bolsillo interior de su chaleco vaquero y subieron las estrechas escaleras poco iluminadas. Ascendieron varios pisos; cada rellano tenía una puerta a cada lado que se miraban de frente, y en medio de las dos, en la pared perpendicular, un número negro con el piso en el que se encontraban. En la parte superior del mismo, una luz amarilla que iluminaba débilmente el rellano.

Llegaron al cuarto piso, donde Santi abrió la puerta de madera.

–¡Mamá, vengo acompañado! –exclamó al acceder. A lo lejos, ésta le contestó que se encontraba en la cocina y que le había escuchado.

Accedieron y Santi cerró la puerta. Anduvieron por un pasillo, dejando atrás varias puertas, hasta llegar a una pequeña habitación llena de pósteres de AC/DC, Accept, Judas Priest, Dio o Scorpions, entre otros. En el techo, una bandera de Iron Maiden con la portada de Piece of mind. Al fondo, la cama bajo una ventana. En la pared derecha, varias lejas con vinilos y casetes, y a la izquierda un pequeño pupitre.

–Pues nada, ésta es mi guarida –presentó.

Abrió la ventana y les enseñó su colección de casetes y vinilos. Encima de una leja tenía un radiocasete. Le dio al botón play y la cinta que había en su interior comenzó a reproducirse. Estaba a mitad de canción y Armed and dangerous de Anthrax comenzó a sonar.

–Bah, esto mismo. No sabía ni lo que había puesto –murmuró el joven–. Bueno, pues aquí tenéis. Podéis mirar lo que queráis.

Y así pasaron el resto de la tarde, escuchando música y comentando discos. Janet por fin empezaba a atreverse a hablar, aunque era una desgracia para ella, y seguramente para su amiga, no poder nombrar a su grupo favorito, Vixen, debido que no fue hasta 1988 cuando el grupo lanzó su álbum debut y en aquel instante todavía no eran conocidas. De todas formas, aquel muchacho no parecía poseer muchos discos con el estilo glam similar al de Vixen.

–¿Os gusta Led Zeppelin? –preguntó, y las dos chicas asintieron–. Mirad esto.

Les sacó el que era el cuarto LP, pero estaba firmado. Santi esperaba alguna reacción por parte de ellas.

–¿Qué os parece? Firmado por Robert Plant antes de que se separaran. Se lo pillé a uno de mi pueblo, de hecho éste está comprado en su momento de importación. Me costó una barbaridad, 1300 pesetas creo que fueron, hace ya algunos años.

Siguieron viendo discos y comentándolos sin parar. Parecía que la confianza entre ambos seguía aumentando. Restless and wild de Accept fue otro de los que le enseñó. Janet lo tenía también en vinilo, en una reedición que habían sacado años antes de que ella naciera. Sin embargo, el plástico que estaba viendo, junto a todos, eran los cien por cien originales de los años ochenta.

Cuando se acabó la tarde y parecía que empezaba a anochecer, Janet dijo:

–Bueno, creo que es hora de irnos, Roxy.

Su amiga asintió sin ni siquiera acordarse hasta ese momento de que estaba en 1987 y no sabía cuándo volvería a 2052.

–Vale, chicas. De acuerdo. Lo dicho, yo en un par de semanas voy a Madrid, si os queréis venir os hago un hueco en el coche. Allí me junto con varios amigos y saldremos de marcha. Miraremos si coincide con algún concierto y vamos, ¿os hace?

–Claro, sin problema –contestó Janet, contenta.

–Bueno, pues dadme vuestro teléfono y os llamo para quedar por si no nos vemos.

Las dos volvieron a quedarse en blanco, sin saber qué decir.

–¿Ocurre algo? –preguntó Santi.

–Bueno, es que ella no tiene teléfono –dijo Roxy, señalando a Janet– y en mi casa estamos en obras. Mejor déjanos el tuyo y te llamamos desde una cabina aunque sea.

–De acuerdo, esperad.

Fue a buscar un papel y un bolígrafo y les anotó su teléfono fijo (no existían los teléfonos móviles). Se lo dio a Janet y añadió:

–Llamadme en una semana y ya quedamos en lo que sea.

Las dos asintieron, contentas por la amistad que acababan de hacer. Éste les acompañó al umbral de la puerta y se despidieron con dos besos.

–Pues nada, a ver si os venís a Madrid. Llamadme y lo vamos planeando todo.

Se volvieron a despedir y bajaron las escaleras. Una vez en la calle, Janet le preguntó a su amiga mientras caminaban sin rumbo ni dirección:

–Oye, Roxy, ¿qué es una cabina?

Ésta rio. Pero cuando fue a contestarle, Janet estaba tumbada en su cama boca arriba, con una mano en la barriga y en su ventana oscureciendo.

Roxy se despertó a la vez que ella y se miraron sin saber qué decir, aún cansadas pero con el recuerdo del sueño muy, muy reciente. Como si acabaran de viajar, al instante, a sus camas y a su año real.

El silencio lo rompió la madrileña al decirle:

–Una cabina era un teléfono público que había antiguamente, sobre todo en los ochenta, que podías encontrarte por la calle. Echabas dinero y llamabas a quien querías cuando marcabas su número. Lástima que se perdiera con tanta tecnología…

bottom of page