
5
Vamos muy bien
Todo podía ocurrir inexplicablemente tan sólo quedándose dormidas. Aunque en más de una ocasión se planteaban si realmente aquello ocurría de verdad, siempre llegaban a la conclusión de que sí, ¿pero qué más daba? Disfrutaban como nadie, y nunca mejor dicho al ser las únicas que podían viajar en el tiempo.
El verano se acababa y los exámenes de Janet se iban acercando. Roxy ya se había ido el día anterior y, si quería concentrarse, no podía seguir dándole vueltas.
¿Para qué complicarse? Ni Roxy ni ella ya los llamaban sueños, ya eran viajes en el tiempo. En el bolsillo de su pantalón aún tenía, inexplicablemente, el teléfono de Santi. Si volvían a viajar en un par de semanas, ¿Santi se acordaría de ellas? ¿Dejaban huella al pisar los ochenta de la misma manera que habían podido traer al presente el número de teléfono?
Era todo tan paradójico como irreal. Aunque Janet quería mantenerse al margen de todas esas preguntas; quería darle menos vueltas de las que le rondaba y disfrutar de aquello cuando tuviera la inexplicable oportunidad.
Mientras estudiaba e intentaba dejar de lado la música, la muchacha oyó a sus padres discutir una vez más. Se estaba convirtiendo en algo habitual y por lo que pudo escuchar (y parecía que les daba igual que su hija los oyera) era por el próximo viaje de empresa que tendría que hacer Mario, como muchos otros en los que se tiraba meses fuera de casa.
Janet cerró la puerta del todo. Llevaba toda la tarde estudiando y ya no podía más. Miró a su alrededor, buscando una alternativa que hacer: por supuesto, poner música, porque era su mayor afición y así no oiría a sus padres.
Se levantó de la silla hasta ir a su colección de discos, cogiendo uno con la portada negra en la que ponía:
MURO
TELÓN DE ACERO
Un CD de speed metal español, de los pioneros en la península, grabado y lanzado en aquel 1987 al que habían viajado el pasado sábado.
Sonaba el disco y aun así Janet buscó alguna que otra cosa que hacer mientras lo escuchaba. Se puso a mirar hojas que tenía en un cajón viejo que abría pocas veces, y sacó un montón de folios usados que puso encima de la mesa. Algunos eran antiquísimos: podían ser incluso de cuando estaba en preescolar. Había dibujos a mano, su primera caligrafía, sus primeros dibujos gráficos por ordenador y ejercicios de su primera mecanografía.
Siguió pasando hojas y más hojas. Tenía curiosidad por saber qué se encontraría; incluso aparecían cartas de su infancia y algunos dibujos. Hacía años que no metía la mano en aquel cajón.
Pasando más folios, encontró una carta de cuando tenía siete años para el chico que le gustaba. Parece ser, por lo que ponía, que había días que le hacía caso y días que no, y en ella se le daba un ultimátum intentando alejarse definitivamente de él.
En un fragmento de la carta, a mano ponía:
…ni te creas ser el chico ideal que me gustaría tener, ni que aguanto ese falso rock moderno suave y con sintetizadores –palabra que el muchacho no iba a entender– que te gusta. ¡Pijo de ojos azules!
Esa carta nunca fue entregada, aunque poco después recordó la razón, y es que aquella misma noche de aburrimiento en su casa que la había escrito, había hecho un dibujo por detrás que recordó al instante.
Le dio la vuelta al folio, mostrando el dibujo de un chico de pelo cardado y moreno que al verlo le recordó a su padre. Con la cara alargada, las cejas hermosas, sonriente y con estética hard rockera: con las manos llenas de anillos, varios colgantes en el cuello, cadenas en los vaqueros de pitillo, una camiseta con el logo del grupo noruego TNT…
En la parte superior, con letras de una niña de siete años, ponía:
Mi chico ideal, perfecto y, por supuesto, heavy.
Aunque no pudo evitar reír al leer aquello, lo suyo es que tenía razón.
Reflexionó sobre aquella frase, y aunque habían pasado años y un grandísimo cambio de madurez desde que escribió aquello, sin contar que ya era toda una mujer, lo cierto es que era verdad: aquel hombre de su dibujo, muy bien hecho para su edad y lleno de detalles, seguía siendo su chico. Pero aún no había tenido oportunidad de conocerlo y menos teniendo en cuenta que podía contar con una mano los varones de tal estética y actitud que había visto en su vida...
Se oyó un portazo. La música seguía sonando en la habitación pero parecía que alguien había cerrado la puerta del cuarto de sus padres que había tras una breve escalera de mármol. Seguramente aquel portazo debió de ser de Flor a causa de la discusión, pensó.
Al rato Janet consiguió ponerse a estudiar, y después de cenar se conectó a Skype a hablar con Roxy. Le contó la curiosidad del dibujo que se había encontrado y a recordar la tarde del sábado que vivieron por la ciudad de Zaragoza de los años ochenta.
Pasaron los días y seguía sin ocurrir aquella primicia de viajar por el tiempo. Salvo el primer día, las dos otras veces Janet había estado con su amiga, por lo que no tenía nada que ver que se juntaran las dos para aparecer en otra época diferente a la suya. Tampoco el estar en Zaragoza, en su casa, porque en Madrid también les había ocurrido, por lo que no dependía del lugar tampoco en el que se encontraran. Tarde o temprano lo averiguaría, pero quería seguir sin darle muchas vueltas al asunto y dedicarse a disfrutarlo, sin plantearse también que podría estar volviéndose loca.
Aquella misma semana, la última tarde antes de empezar el fin de semana, vio el número de Santi encima de la mesa y se le ocurrió hacer algo que, por muchas vueltas que le había dado, no se le había ocurrido.
Fue hasta el salón, cuando su madre estaba en la cocina haciendo la cena, cogió el teléfono fijo y se le ocurrió marcar el número de Santi. Le temblaba la mano, marcó el número y comenzó a sonar…
Alguien lo cogió a los pocos timbrazos.
–¿Diga? –dijo la voz de una mujer.
–Hola. ¿Está Santi?
Se produjo un silencio.
–¿Hola? –insistió Janet. Con lo tímida que era, increíblemente había perdido la vergüenza.
–¿Cómo? ¿Santi? ¿Santiago Martínez, dice?
–Em, sí, ese –contestó Janet por probar suerte.
–Bueno, hace varios años que no vive aquí, ahora se encuentra en el asilo San Bernardo. ¿Quiere que le diga la dirección? De todas formas, no recuerda ni su nombre, por si quiere un consejo… Pero si quiere pasar a verlo…
Janet se quedó atormentada, pero le salieron enseguida palabras.
–No, no se preocupe. Muchas gracias.
Y la muchacha colgó.
El teléfono no había viajado a los años ochenta, aunque parecía que con eso de que en las últimas décadas se había alargado la vida de las personas, hacía que Santi, aquel chaval de veinte años que había conocido el sábado anterior, tuviera ya casi cien y siguiera vivo. Por supuesto, lo primero que hizo fue conectarse a Skype y hablar con su amiga para contárselo.
Los días transcurrían y estudiaba todo lo que podía de las tres asignaturas que le habían quedado. No tenía claro qué haría con su vida en el futuro y su madre seguía presionándola en que tenía que aprobar en septiembre y que cada vez la veía hacer menos.
Fue un día que Janet estaba comiendo sola porque su padre tenía que trabajar y Flor comía más tarde en una comida de la gente de la panadería, cuando empezó a rechistarle.
–¿Qué, los exámenes qué? –preguntó a mala leche.
–Bueno, los llevo bien –contestó la muchacha, que veía la televisión en la pantalla de plasma. Tenía efecto 3D y la mayor alta definición del momento. Parecía que tuviera profundidad y todo un mundo interior.
–Ya, claro, eso mismo es lo que me has dicho durante todo el curso.
–¡Mamá, déjame! –exclamó Janet.
–¡No quiero! ¡No te veo nada centrada y luego suspenderás! ¡Te repito que es lo que te llevo diciendo todo el curso!
–¡Ya, y todo el verano! ¡Déjame en paz, no voy a suspender! ¡Y si suspendo, es mi problema! –chillaba.
La discusión se alargó un poco más y su madre parecía cabrearse por todo.
–¿Y qué me ha dicho tu padre? El sábado a Madrid, ¿no? –preguntó Flor a mala gana.
–Si tienes algún problema, háblalo con él –vaciló.
–¡Bastantes tengo ya con él!
Se produjo un silencio y concluyó la mujer con ira:
–Tú verás lo que haces con tu vida. Tú verás.
Y abandonó el salón, mosqueada, en dirección a la cocina. Janet no dijo nada más. Terminó de comer y fue a su habitación directamente.
***
Aquel sábado se cumplirían dos semanas exactas desde el último viaje en que conocieron a Santi. Pero, al mismo tiempo, había una pequeña cena y reunión de los heavies de Madrid y parte de España. La mayoría, los que fueron al concierto un mes atrás en la casa de campo.
Una vez llegado el sábado e instalarse Janet de nuevo en casa de su amiga, Roxy le explicó los planes para la cena que iban a tener esa noche, el lugar exacto y hora a la que habían quedado. Iba a ser una «cena heavy» con los atuendos propios y detallados que llaman la atención y al más puro estilo ochentero en el centro de la ciudad, en un lugar acostumbrado a cenas de empresa, bodas y gente trajeada e incluso adinerada.
–Como ves, vamos a ser unos cuantos. E ilegales.
Janet se quedó en silencio, dudando. Tragó saliva sin saber qué decir.
–Oye, si te asusta la idea –continuó Roxy–, lo dejamos, ¿eh?
–No, no. Si yo encantada, sólo espero que…
–¿Qué va a pasar? ¿Que llamen a la policía? Pues salimos por patas. Pero que sea una forma de vernos todos y dar un poco por saco, una forma de decir que a pesar de que nos hayan dado tantos palos, los heavies seguimos estando aquí, en la sociedad. Si solo somos veinte, pues veinte, pero destacaremos fijo.
Janet se quedó dándole vueltas a lo que le acababa de contar su amiga, cuando comenzó a gustarle la idea.
–Pues sí, creo que tienes razón, sí.
Y ambas amigas se sonrieron, rebeldes, gustándoles la idea.
***
Llegaron al lugar de quedada y parecía que estaban casi todos. Todos excepto el Richi, el macarra de flequillo con su chupa de cuero, pantalones negros de pitillo, zapatillas azules y varias cadenas colgando desde la cintura hasta las rodillas, que se acercaba calle arriba y les miraba, llegando el último poco después que ellas. Tenía en su mano izquierda un cigarro de tabaco y marihuana.
–¡Vaya pintas lleváis! Bueno, y llevamos todos –rio, enseñando los dientes amarillos–. ¡Rezad para no cruzarnos con ningún madero ni ningún paisano!
Y empezó a saludar a todo el mundo, incluidas las dos amigas.
Entraron al restaurante, y una chica pelirroja con un chaleco vaquero y varios parches en él se acercó a un hombre que por allí atendía, bien vestido con camisa y pajarita, y le preguntó por la mesa que tenían reservada para todos. Se sorprendió al ver los atuendos contrastados con los que había en el restaurante, e intentando ignorarlos; les guió por el comedor («Por aquí, por favor») hasta llevarlos a su mesa reservada. Alrededor, cada grupo de personas reaccionaba de una forma: miraba de reojo, ignoraba totalmente u observaban todos y cada uno de los detalles, fueran las cadenas, los pelos, las botas o los parches y chapas de los chalecos.
El jaleo del comedor aumentó al entrar ellos, en contraste con la tranquilidad que había antes. Pidieron de beber, de picar y finalmente los platos que cenarían un rato después.
Avanzó la noche pero daba la sensación de que la cena iba a ir para largo. Janet y Roxy estaban sentadas juntas y los demás no hacían más que beber cerveza, excepto ellas.
Seguían picando y los platos de la cena parecía que nunca los iban a servir; tardaban una barbaridad. Por ello, el resto de gente seguía bebiendo y bebiendo conforme pasaban los minutos.
–¡Eh, atención todos, escuchad! –gritó una muchacha rubia de pelo corto y camiseta de Iron Maiden, levantando las manos en medio de todo el vocerío de la mesa–. Vamos a jugar a algo, si armamos jaleo que se jodan. Pero vamos a matar un poco el tiempo. Si no, que no tarden tanto. ¡Venga!
Todos empezaron a murmurar entre risas y otros empezaron a decir nombres de juegos que se les ocurrían.
–¿Al veo-veo? –rio un chico de pelo corto cercano a Roxy, señalando a su alrededor a modo de burla.
–¿A palabras encadenadas? –volvió a reír un melenudo que estaba, esta vez, más cercano a Janet.
–¡Venga va! ¿Somos heavies o no somos heavies? ¡Pues cosas atrevidas! ¡Más atrevidas, venga! ¡Pensando mal! –reía ella.
Se explicó sobre lo que se le acababa de ocurrir. Los demás la escucharon atentamente y aquel juego que propuso parecía gustar.
Comenzaron a hacer apuestas de dinero sobre si una persona era capaz de hacer lo más atrevido que se les ocurriera a los demás, y si así era, ganaba todo el dinero que apostaban; desde insertar una bola pequeña de papel en un vaso de cristal de una punta de la mesa a la otra, hasta partir por la mitad el mango de un cuchillo de madera tras arrancar el filo.
Así estuvieron durante un buen rato que se pasó rápido, haciendo cosas atrevidas, bebiendo y armándola muchísimo en medio del tranquilo ambiente.
–A este paso, a este restaurante no volvemos –comentó en voz baja Janet a Roxy.
Al cabo de un rato, la rubia se dirigió a las dos amigas:
–¡Os toca a vosotras, que algunos ya han repetido varias veces! ¿O no?
Las dos amigas se rieron y se miraron sin saber qué decir.
–¡Venga va, vamos! –insistió otra vez. Y todos los heavies de la mesa empezaron a pegar golpes y a hacer voceríos para insistir en que hicieran algo.
–De acuerdo, de acuerdo… –cedió Roxy, poniéndose en pie. Se pegó un golpe en el pecho y se tiró un fuerte y largo eructo que retumbó por todo el salón, mirándola parte de la gente de otras mesas (algunos incluso no habían dejado de ojear desde que llegaron por el espectáculo que tenían montado).
Toda la mesa rio a carcajadas y montaron un gran escándalo, incluida Janet.
–Pero… ¡eh, eh! –exclamó la joven rubia entre todo el alboroto–. ¡No nos has dejado tiempo para apostar!
–¿Pero ha molado o no? –rio el macarra de flequillo.
–¡Bueno, pero venga, vamos a apostar algo! –siguió insistiendo entre risas ya menores la muchacha que se había inventado el juego–. ¡Vosotras elegid!
Pidieron a la gente un poco de tiempo para pensar en algo pero parecía que ya estaba todo hecho y no se les ocurría nada atrevido.
Al cabo de un rato, Janet dijo por fin:
–¡Roxy, ya lo tengo! Voy a llamar a mi padre –todos rieron. «¿A tu padre?», carcajearon algunos–. Mi padre era muy gamberro de joven, es posible que se sepa algo provocativo.
Sacó su iPhone y lo llamó. Janet le contó la situación y las apuestas que habían hecho.
–¡Madre mía! Vaya gamberras estáis hechas las dos –se oía decir a Mario a través del auricular puesto en manos libres, por lo que toda la mesa oía su voz, atentos a lo que decía–. Vamos a ver… ¡Ah, Janet! Vamos a ver, te habrás llevado el sobrecito de kétchup que te di, ¿no? Por si no tenían en el restaurante para la hamburguesa que te sugerí pedirte si no tenías mucho apetito o dinero. La verdad es que, pensándolo mejor, en este momento lo que interesa es que tengamos un pequeño sobre, no la botella. ¿Lo tienes?
–Sí, aquí lo tengo –contestó, sacando del bolso un sobrecito rojo, pero era tres veces más grande del habitual que solían dar en restaurantes.
–Bien, genial. Pues mira, esto lo hice yo una vez: tienes que coger el sobrecito, mantenerlo en vertical y, apretándolo por abajo muy, muy fuerte, hacerlo explotar en menos de treinta segundos.
La muchedumbre de la mesa empezó a chillar, algunos a reír (ya se empezaban a notar los efectos de la cerveza) y a sacar dinero para apostar.
–¿Te hace, Janet? –insistió su padre. Ella se quedó mirando el sobre y riéndose, y los demás empezaron a insistir también para que lo hiciera.
–¡Venga, de acuerdo! –exclamó por fin, y todos aplaudieron y gritaron.
–Venga, yo empiezo a contar –enunció la muchacha rubia anteriormente mencionada.
Janet dejó el teléfono encima de la mesa con el manos libres puesto y sujetó el sobrecito de kétchup en vertical, agarrándolo por la parte de abajo y sosteniéndolo en alto. Todos estaban mirando expectantes.
Mario dio la salida por el altavoz del teléfono:
–¿Preparada?... ¡Ya!
Comenzó a contar con su reloj de pulsera y la atrevida de Janet empezó a apretarlo y a hacer fuerza desde abajo.
–¡Venga, las Vixen ya lo habrían explotado! –exclamó Andrés riéndose, el chico que las llevó en coche al concierto de la casa de campo. Janet no podía evitar reírse mientras hacía fuerza y alguien le decía algo.
Pero tan sólo quince segundos después, el sobre reventó como si de un petardo se tratara, llenándose de kétchup casi toda la cara, pero también ropa, pelo, parte de la mesa e incluso los que estaban alrededor de ella.
Todos empezaron a aplaudir y a gritar.
–¡Espera, Janet, espera! –insistió Mario por el teléfono antes de que la muchacha se limpiara–. No te lo quites que tengo la prueba para Roxy.
Todos callaron y volvieron a poner atención en el teléfono, con intriga.
–El tuyo, Roxy, es algo más radical. Tienes que lamerle toda la cara a tu amiga para limpiársela y, con la boca llena de kétchup, luego plantarle un beso –todos sonrieron y comenzaron a gritar–, pero no un roce de labios, sino con lengua, ¡y que lo vean todos! ¡Y no vale escupir después, hay que tragar!
Todos se echaron a reír de nuevo (excepto Roxy) y dieron golpes en la mesa al mismo ritmo. Ella no parecía muy convencida, pero hasta Janet le sonreía, queriéndole decir de que se atreviera, con toda la cara resbalándosele el kétchup y llenándose entera según se le caía en la ropa. La gente empezó a sacar dinero, y Mario por el auricular también se le oía decir que no esperara más y lo hiciera.
–¡Uf! ¡Está bien! –accedió Roxy, riéndose.
Y la mesa entera se volvió a volcar en aplausos y gritos, mientras la gente sacaba pequeñas cantidades de dinero, haciendo otro diminuto montón en medio.
–¡Venga, va o qué! –chilló la rubia. Un camarero vio la escena completa desde la lejanía.
Las dos amigas se acercaron. Con todos expectantes y en silencio, Roxy sacó la lengua y empezó a lamerla entera, incluido el kétchup que le había caído en la ropa y en el pelo y, finalmente con la lengua entera llena de salsa de tomate y vinagre, se quedó mirando a Janet y le plantó un beso con lengua.
Todos volvieron a gritar y a aplaudir. El camarero del fondo comenzó a acercarse rápidamente y con mirada severa de no muy buenos amigos. Un beso en la boca en un lugar público y entre dos mujeres pasaba de castaño oscuro y moralmente era inaceptado, además de ilegal en 2052. Por ello, al restaurante podía caerle, como mínimo, una buena multa de estar allí la policía en aquel momento.
–¡Eh, eh! ¡No vale escupir, lo habíamos dicho antes! –exclamó el joven de pelo corto.
Las dos amigas tragaron. El resto volvió a aplaudir, y cuando Janet estaba cogiendo su dinero y Roxy el suyo, el camarero alcanzó la mesa.
–Panda de gamberros todos. Ya estáis largándoos de aquí. ¡Venga, fuera! –gritó, señalándoles la puerta.
–¡Hostia, qué bien! ¡Ciego gratis! –exclamó el Richi mientras se levantaba junto al resto, que seguía riendo por lo bajo.
–¡Y no volváis, me he quedado con la cara de todos! –insistió el camarero.
Salieron por la puerta y, al pisar la calle, carcajearon una vez más, con la llamada de Mario todavía activa.
–¡En serio, habéis estado genial! –exclamó una muchacha a las dos amigas, cogiendo a Janet del hombro.
–Gamberros, ¿eh? –murmuró Mario por el teléfono–. Sí, vaya gamberros estáis hechos todos.
–¿Pero y lo de reputísima madre que lo hemos pasado? –preguntó Roxy, aún riéndose.
–Ya lo veo, ya. Yo me voy a dormir, chicas, que son las tantas de la noche ya. ¡No tardéis en acostaros no os pillen los maderos!
Se despidieron de él y Mario colgó el teléfono.
–Bueno, ¿y ahora dónde vamos? –preguntó una rubia con el pelo rizado.
–¡Vámonos a bailar electro pop de moda con pijos de blanco! –rio un melenudo de pelo largo y liso a mitad de espalda, y le siguieron la risa.
–A cenar… Estará todo cogido o irán a chapar –recordó otro de pelo corto–. Pero después de picar y beber, y de las risas, ahora no tengo hambre.
–Yo tampoco, y eso está bien porque me he ahorrado la pasta de la cena –le contestó la rubia de antes.
Finalmente, teniendo en cuenta que, aunque no hubiera toque de queda esa noche, la policía estaba muy presente los viernes y sábados que muchos jóvenes salían, por lo que decidieron volver a casa.
Así pues, cada uno regresó a sus respectivas guaridas porque en teoría iba a ser tan solo lo que habían vivido: «una cena heavy». El objetivo era pasarlo bien, y lo habían pasado mejor de como esperaban en el rato que se vieron.
Era ya tarde, y cuando Roxy y Janet subieron al metro, estuvieron a punto de quedarse dormidas, controlándose apenas. Sin embargo, no fue hasta poco antes de llegar a su parada cuando se miraron las dos y vieron que lo de quedarse durmiendo las dos juntas y de aquella forma, las últimas veces había significado algo. Algo que les había encantado…
Sin embargo, tras salir por la boca de metro que les llevaría hasta casa de Roxy, por los altavoces instalados en las calles de la ciudad, una voz de mujer recitó:
–Se ha decretado el toque de queda por su seguridad. Repetimos, se ha decretado el toque de queda de manera improvisada por su seguridad. Todo civil que se encuentre en la vía pública sin autorización, será detenido.
Las dos amigas se miraron sin gustarles lo que habían escuchado. Era sábado y tal día no había toque de queda, al igual que los viernes. Además, tampoco era muy tarde: apenas faltaban diez minutos para llegar a las doce y hasta la una y media aún había metro, cuando entre semana, hasta que el metro no se cerraba, no comenzaba el toque de queda.
Sin embargo, llegaron al piso de Roxy, se cambiaron de ropa tranquilamente, se acostaron y al instante estaban dormidas sin darle más vueltas al asunto.
***
Janet fue la primera en levantarse, y aunque los primeros segundos no sabía muy bien ni siquiera dónde se encontraba, no tardó mucho en reaccionar.
Despertó a su amiga; el ordenador de Roxy no estaba, y todo tenía un aire diferente (además de sus cuerpos cansados). Volvieron a la ya tradicional mirada y posterior risa. Se vistieron rápidamente y pasaron por la casa vacía. Se sentaron en el sofá, pensando qué hacer.
Era sábado y a las dos se les ocurrió lo mismo a la vez: Santi.
Antes se percataron de mirar sus documentos de identidad para asegurarse: estaban en 1987, justo en la misma situación que la última ocasión, pero dos semanas después, como si hubiera pasado el mismo tiempo real de un viaje a otro.
Janet volvió a la habitación a por el papel con el número. Regresó al salón, cogieron el teléfono y llamaron a su casa.
Eran las nueve y media de la mañana. A no ser que se hubiera ido a Madrid el día anterior, lo pillarían en casa.
–¿Diga? –dijo una voz de mujer.
–Hola. ¿Está Santi? –preguntó Janet.
–Sí, ¿quién es?
–Una amiga suya de Zaragoza…
La mujer parecía quedarse igual y llamó a gritos a su hijo, que poco después estaba cogiendo el teléfono.
–¡Santi, que soy Janet! ¡La que conociste en aquel bar de fachas!
–¡Ah! ¡Si os dije que me llamarais varios días antes! Estoy ahora mismo preparándome las cosas.
Las dos amigas se alegraron. No porque aún pudieran contactar con él, sino porque se acordara de ellas.
–Ya, tío, es que no hemos podido. Escucha, que estamos ya en Madrid, nos hemos quedado en casa de una amiga. Lo digo porque cuando vengáis podemos quedar para salir y todo eso, ¿no?
–Por mí genial, me viene perfecto porque de hecho hay dos huecos libres en el coche, por si queréis que pase a recogeros y para que no tengáis que coger el metro. Os presentaré a mi novia y a un colega más que vendrá conmigo desde Zaragoza. Podemos salir por la ciudad esta noche.